Samuel Ashcallay
Samaniego[1]
La guerra
entre Rusia y Ucrania se desarrolla en un contexto
de declive del orden mundial con una amplia difusión del poder en el sistema,
en el cual la principal motivación de los actores
internacionales parece ser la
competencia. Se trata de un período de transición, caracterizado por el resquebrajamiento de las instituciones de gobernanza
global y de los principios de apertura económica, cooperación en seguridad y
solidaridad democrática. El presente trabajo intenta dilucidar de qué manera y
a qué nivel la guerra
ruso-ucraniana, junto a otras dinámicas que vienen operando en el contexto internacional
desde hace dos décadas, podría influir en la configuración de un nuevo orden mundial;
qué características debe tener ese nuevo orden; y cuál debe ser el
rol de los actores en el mismo. A partir del análisis de las causas del
conflicto, se plantea la necesidad de definir
un nuevo orden más benigno, que reconozca las distintas configuraciones
institucionales y políticas
en el sistema, además de preservar las condiciones
necesarias para atender los principales desafíos globales, promover la
prosperidad económica y minimizar los riesgos de una gran guerra.
Palabras clave: Ucrania, Rusia, orden mundial, diplomacia, guerra,
Posguerra Fría, amenaza nuclear
The war between Russia and Ukraine takes place in a world order in decline
with a wide diffusion of power in the system,
in which the main motivation of international actors seems
to be competition. It is a period of transition, characterized by the breakdown
of global governance institutions and of the
principles of economic openness, security cooperation, and democratic
solidarity. This paper attempts to elucidate how the Russia-Ukraine war, along
with other dynamics operating in the international context for two decades,
could influence the configuration of a new world order; what characteristics
should this new order need; and what must be the role of each actor in it.
Based on the analysis of the causes of the conflict, it is proposed the need to
define a new, more benign order that recognizes the different institutional and
political configurations in the system, as well as to maintain the necessary
conditions to address the main global challenges, promote economic prosperity,
and minimize the risks of major war.
Keywords: Ukraine, Russia, world order, diplomacy, war, Post-Cold War,
nuclear threat.
. . . . .
Es preciso
identificar el contexto de crisis del orden mundial en el que se ubica el
desarrollo de la guerra entre Rusia y Ucrania. Se trata de una situación de
declive del sistema internacional, caracterizado por una geopolítica cada vez
más competitiva, que ha detenido el impulso hacia una mayor integración económica (Rodrik y Walt, 2022). Es un
escenario identificado por el surgimiento de los nacionalismos, los autoritarismos,
y un proteccionismo renovado, así como por la crisis de la democracia
(Fukuyama, 2022). Se trata de un tiempo en la historia en el que confluyen
viejas y nuevas amenazas, además de una “brecha aterradora” entre las
respuestas de los actores del sistema internacional y los complejos desafíos
centrales de la era contemporánea: el cambio climático, las pandemias y la
proliferación nuclear (Haass, 2022).
Asistimos a la construcción
de un mundo definido por una mayor difusión del poder entre actores estatales y
no estatales, y en el que la influencia de Estados
Unidos está destinada
a disminuir. En suma, la guerra
ruso-ucraniana se sitúa en un sistema internacional en transición en el que aún perviven
los elementos fundamentales de la globalización y de un orden
liberal internacional, y en el que todavía
no están definidos
los contornos de la estructura histórica hegemónica
llamada a sucederlos. (Sanahuja, 2022).
Sobre la base de reflexiones
de autores como John Ikenberry, y empleando categorías gramscianas, Milan Babic
identifica este tiempo como un período
de interregnum, en el que se cuestionan pilares
como las instituciones de gobernanza global, apertura económica o
comercio multilateral, cooperación en seguridad, y solidaridad democrática
(Babic, 2020; Ikenberry, 2018). Desde esta perspectiva, José Antonio Sanahuja
identifica el conflicto ruso-ucraniano como una guerra de interregno, sobre
todo, por su imprevisto desarrollo militar y por la incertidumbre que rodea su
evolución y desenlace, así como por las consecuencias de éste en el sistema de seguridad europeo
y, en menor medida, en la conformación del orden internacional
(Sanahuja, 2022). En el contexto descrito, surgen tres preguntas cruciales:
¿Qué tipo de orden internacional podría emerger en el futuro luego de este
periodo de transición? ¿Cuál debe ser el rol de los actores internacionales en el futuro del orden mundial? ¿De qué manera
y a qué nivel podría influir en ello la guerra entre Rusia y Ucrania? El
presente artículo propone algunas respuestas, partiendo de la identificación de
conceptos fundamentales en el ámbito de las relaciones internacionales como legitimidad y poder.
Desde la perspectiva de
autores como Henry Kissinger, podemos afirmar que el sistema de “orden mundial”
se sustenta en la existencia de los siguientes dos componentes: “un conjunto de
reglas comúnmente aceptadas que
definen los límites de la acción permisible y un equilibrio de poder que impone
la moderación donde las reglas se rompen, evitando que una unidad política
subyugue a todas las demás” (Kissinger, 2014, p. 9). En este sentido, un orden
mundial implica un consenso generalizado en la legitimidad de acuerdos que, sin
embargo, no evitan competencias o confrontaciones, y una distribución de poder
aplicable al escenario global[3].
Sobre la base de esta
perspectiva, es posible afirmar que en las últimas siete décadas el mundo ha
estado dominado por un orden liberal occidental, creado a partir del fin de la
Segunda Guerra Mundial y que ha tenido a Estados
Unidos como uno de los actores principales, con reconocido
liderazgo hegemónico (Ikenberry, 2018). Además de componentes como las
instituciones multilaterales y principios como la cooperación en seguridad,
este esquema asentó como norma la prohibición de la conquista territorial por
parte de los Estados a través del uso de la fuerza, como parte de un proyecto
más amplio para promover la paz y como un elemento clave para procurar la
estabilidad global (Fazal, 2022).
Sin embargo, según la distribución del poder en este orden, podemos
identificar a lo largo de estas décadas hasta tres distintas configuraciones
del sistema global: uno bipolar durante la Guerra Fría (Kissinger, 1994); un mundo unipolar posterior a la
desaparición de la Unión Soviética (Krauthammer, 1991, 2002); y un esquema
híbrido uni-multipolar, sobre todo, en los inicios del siglo XXI (Huntington, 1999), que reconocía
la existencia de una superpotencia junto a otras potencias principales y
menores, sin el apoyo de las cuales la primera
no podía actuar en el contexto
internacional. En la actualidad, según
el consenso generalizado de autores en la
materia, asistimos a una crisis
del orden mundial
con amplia difusión
del poder. En esta realidad se cumplen las dos tendencias que, según Kissinger, tarde o temprano desafían la
cohesión del sistema: una redefinición de la legitimidad y un cambio
significativo en el balance del poder (Kissinger, 2014).
Desde esta perspectiva, es
importante identificar qué fuerzas y dinámicas
vienen alterando de manera fundamental los valores subyacentes a los acuerdos o arreglos
internacionales del sistema actual. En lo que respecta al análisis del poder,
se requieren, además, categorías que superen una visión estatocéntrica, en favor de valorar adecuadamente la importancia
creciente de la acción de los actores
no estatales, y en atención
a la naturaleza multidimensional del poder en nuestros tiempos[4].
Sobre la base del reconocimiento de las alteraciones en la legitimidad y la distribución del poder en el sistema
actual, es posible
evaluar mejor las causas del conflicto ruso-ucraniano y
la implicancia de su desenlace para el
nuevo orden mundial. En este sentido, es lícito preguntarse si la guerra es consecuencia de las dinámicas que
vienen operando en el sistema en las últimas dos décadas, y si la resolución de
este conflicto podría influir en el direccionamiento de la transición hacia un
nuevo orden.
No existe
consenso respecto a las causas profundas o intermedias de la guerra
entre Rusia y Ucrania, solo la evidencia de que la acción inmediata que la precipitó fue el ingreso
de las tropas rusas en territorio ucraniano el 24 de febrero de 2022, con un despliegue
a gran escala desde el norte hacia la capital, Kiev; desde el este, en dirección a Járkov, la segunda ciudad más
grande del país; y desde Crimea, en el sur, en dirección a Jersón. A partir de entonces, el conflicto se instaló en el
ámbito militar, donde ha adquirido características y desarrollos impredecibles: desde la imposibilidad de Rusia de cumplir
su objetivo de una “guerra relámpago” —que
implicara la caída de Kiev en pocos
días—, hasta una fase de “guerra de desgaste” instalada en la región del
Donbás, donde cada contendor ha logrado algunos avances a costa de grandes
pérdidas humanas y materiales, pero que no suponen cambios sustantivos en el campo de batalla
ni en la resolución del conflicto[5].
la distribución del poder
económico, en el cual el poder es compartido por actores como China, Japón y la Unión Europea;
y un tercer tablero que se define
como el ámbito de las relaciones transnacionales. En este último se incluyen actores no estatales tan diversos como banqueros, terroristas y piratas informáticos, además de desafíos
como las pandemias
y el cambio climático (Nye, 2010). En un artículo más reciente que evalúa la
competencia entre Estados Unidos y China en el sistema internacional,
Nye incluye en el tercer tablero una dimensión “social”, para resaltar cómo los
tejidos sociales de dos actores internacionales pueden estar profundamente
entrelazados y generar influencia en los otros dos tableros (Nye, 2021). El esquema
de análisis propuesto
por Nye requiere la inclusión
de substratos ya considerados en modelos anteriores, como las finanzas y el crédito, las redes de comercio,
la energía, el bienestar social y el conocimiento (Strange, 2004).
Sin perjuicio de la responsabilidad de Rusia en el inicio de la guerra,
existe debate sobre las causas profundas o intermedias que explican su origen.
Al respecto, se registran desacuerdos sobre la responsabilidad de Estados Unidos
y sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en los hechos que fueron marcando un
derrotero hacia el escenario militar.
Al respecto, Jeffrey Sachs
afirma que “la guerra en Ucrania es la culminación de un proyecto de 30 años
del movimiento neoconservador estadounidense”,
que tendría como secuencia de operaciones a las llamadas “guerras de elección”[6] de
Estados Unidos en Serbia (1999), Afganistán (2001), Irak (2003), Siria (2011) y
Libia (2011) (Sachs, 2022a). Desde esta perspectiva, el objetivo del ejercicio del poder en el ámbito
internacional por parte de
Estados Unidos se habría reducido en las últimas tres décadas a la búsqueda
de un predominio en el escenario global, sin evitar enfrentamientos
con potencias regionales emergentes, como Rusia y China, capaces de
desafiar esta preeminencia[7].
Por su
parte, John Mearsheimer, acusa también a Estados Unidos de ser el principal responsable de una crisis
que se habría agudizado a partir de abril
de 2008, en la Cumbre de Bucarest de la OTAN, cuando la administración de George
W. Bush presionó
a la Alianza para que se anunciara que Ucrania y
Georgia se convertirían en miembros de la misma (Mearsheimer, 2022) (North Atlantic
Treaty Organization [NATO],
2008). En esa oportunidad, la canciller alemana, Angela Merkel,
y el presidente francés, Nicolas
Sarkozy, se opusieron a avanzar con dichas membresías en la OTAN por
temor a la reacción rusa, por lo que solo se firmó un “comunicado de
compromiso” que declaraba que Ucrania y Georgia eventualmente se convertirían
en miembros de la Alianza. (Galen
CarLa discusión sobre el acceso de Ucrania y
Georgia a la OTAN era un tema que se venía discutiendo con anterioridad al interior
del bloque. En abril de 2005, en una reunión
informal de ministros de Relaciones Exteriores en Vilnius, Lituania, se produjo el lanzamiento de un
“diálogo intensificado” sobre las aspiraciones de Ucrania a la membresía en la OTAN y reformas
relacionadas; mientras que en septiembre de 2006 los
ministros de Relaciones
Exteriores de la Alianza, en Nueva York, anunciaron
la decisión de ofrecer también
un “diálogo intensificado” a Georgia (NATO, 2022a)[8].
En febrero de 2007, durante
la Conferencia de Seguridad de Múnich,
el propio presidente de Rusia, Vladimir Putin, alzó la voz contra la ampliación del bloque. Al respecto, Putin afirmó que la expansión
de la Alianza representaba “una grave provocación” que reducía “el nivel
de confianza mutua”. En este sentido, señaló que la OTAN había puesto sus fuerzas de primera línea en sus fronteras
y que Rusia tenía derecho a formular
las siguientes preguntas: “¿contra quién va dirigida esta expansión?
¿qué pasó con las garantías que hicieron nuestros
socios occidentales después
de la disolución del Pacto de Varsovia? ¿dónde están hoy esas declaraciones?” (Putin, 2007).
El presidente ruso afirmó que
los miembros de la OTAN habían olvidado lo que el propio secretario general de
la Alianza Manfred Wörner había prometido
en Bruselas, en mayo de 1990, en el contexto
del proceso de reunificación de Alemania y posterior incorporación de su territorio oriental a dicho bloque. En aquella oportunidad, Wörner señaló
lo siguiente: “El mismo hecho de que
estemos dispuestos a no desplegar tropas de la OTAN más allá del territorio de
la República Federal, le da a la Unión Soviética garantías firmes de seguridad”
(Wörner, 1990). En el citado discurso de 2007, Putin se cuestionaba
enfáticamente: “¿Dónde están esas garantías?” (Putin, 2007)[9].
El cuestionamiento a la expansión de la OTAN no se circunscribe
al discurso oficial ruso. George Kennan, el diplomático estadounidense que definió la arquitectura de la doctrina
de la contención frente a la Unión Soviética, durante la Guerra Fría, manifestó
también su crítica a dicha expansión de la Alianza
en 1998, a propósito de la ratificación de ésta por parte del Senado de los
Estados Unidos. En una conversación con Thomas Friedman, publicada a manera de artículo,
Kennan destacó su molestia
por “cuán superficial y mal informado” había sido todo el debate en el Senado
norteamericano sobre esta materia. Agregaba que le molestaba particularmente
las referencias a Rusia como un país que tenía como objetivo fundamental atacar a Europa Occidental: “Nuestras
diferencias en la Guerra Fría fueron con el régimen comunista soviético.
Y ahora le estamos dando la espalda a las mismas personas que organizaron la
mayor revolución incruenta de la historia para derrocar al régimen soviético”,
resaltaba Kennan (Friedman, 1998).
El diplomático estadounidense predijo en aquella
oportunidad una reacción gradual “de manera bastante adversa”
por parte de Rusia y que ello
“afectaría sus políticas”. Desde su perspectiva, se trataba de “un trágico error” y anticipó que el
comportamiento de la OTAN podría determinar la expansión de la Alianza “hasta la frontera con Rusia, desencadenando
una nueva Guerra Fría” (Friedman, 1998).
Algunos altos funcionarios de
la administración estadounidense a inicios de la primera década del siglo XXI
comparten la crítica al manejo de las
relaciones de Estados Unidos con Rusia. Robert Gates, quien fue Secretario de Defensa en las administraciones de George W. Bush y Barack
Obama, reconoce en sus memorias que la relación con Rusia estuvo mal
administrada desde 1993 y que tratar de incorporar a Georgia y Ucrania a la
OTAN fue una “verdadera extralimitación”. En este sentido, considera que Estados Unidos había subestimado gravemente la magnitud de la humillación
rusa al perder la Guerra Fría, además de ignorar,
imprudentemente, lo que los rusos consideraban sus propios “intereses nacionales vitales” (Gates,
2014). Para autores como Ted Galen
Carpenter, el discurso
de Putin en Múnich fue una “importante advertencia
diplomática” y quizá “la última oportunidad para evitar una nueva Guerra Fría”
(Galen Carpenter, 2022).
Sin perjuicio de lo señalado,
es un error afirmar que las guerras protagonizadas por Rusia en Georgia y
Ucrania sean respuestas directas de Moscú al avance
de la OTAN luego de los anuncios
de dicho organismo en la cumbre de Bucarest, en 2008. Una aseveración como tal
deja de lado las complejas razones sociales,
étnicas, políticas y territoriales de los conflictos, además de soslayar el interés
geopolítico de Rusia, sobre todo, bajo el régimen de Putin.
Es claro que la guerra en Georgia,
en 2008 –que culminó con una victoria militar rusa en respaldo
de las fuerzas separatistas de Osetia del Sur
y Abjasia–, no fue provocada por el
avance del bloque occidental, sino por motivaciones similares a las que
originaron otros enfrentamientos en los territorios que formaron parte
de la antigua Unión Soviética. Dichas razones se
centran en dos preguntas fundamentales: “en dónde trazar los límites de los
nuevos Estados y qué grupos (étnicos, territoriales o políticos) deberían ser
dominantes dentro de ellos” (King, 2008). Además
de lo acontecido en Georgia, este análisis se aplica a los conflictos ocurridos en Nagorno-Karabaj
(Azerbaiyán), Transnistria (Moldavia) y Chechenia (Rusia),
que también ha
tenido a Moscú como uno de sus protagonistas. Desde esta perspectiva, es
importante resaltar que el accionar
de Rusia en Osetia del Sur y Abjasia es anterior al anuncio de
expansión de la OTAN. Desde unos quince años antes de la guerra de 2008, ambas
regiones se mantenían funcionalmente separadas
de Georgia, luego
de los intentos infructuosos de Tiflis por acabar
con los movimientos secesionistas. La independencia de facto de Osetia del Sur y
Abjasia se fue cimentando a lo largo de los años gracias al apoyo de
Rusia (King, 2008).
Asimismo, es inexacto afirmar
que la razón principal de la anexión
de Crimea por parte
de Rusia sea una respuesta al avance de la OTAN,
pues lo que se discutía al interior de Ucrania por entonces no era el ingreso al bloque
de seguridad, sino a la Unión Europea. La secuencia de hechos se inicia en
noviembre de 2013 con la denominada revolución del Maidán, la misma que reunió a miles de ucranianos en la Plaza de la Independencia de Kiev, o Maidán,
para protestar contra
la negativa del presidente Viktor
Yanukovych de firmar un acuerdo que habría integrado al país más
estrechamente con la Unión Europea.
Muchos analistas coinciden en advertir la influencia del gobierno de Putin en la decisión
de Yanukovych. La presión habría
tenido el objetivo de evitar que los esperados
beneficios económicos para la sociedad ucraniana hubieran servido de
ejemplo para los ciudadanos de otros países de la región, incluida Rusia.
Como se recuerda, el 22 de
febrero, el presidente Yanukovych
huyó del país tras las muertes
de alrededor de cien manifestantes, las mismas que fueron provocadas por la fuerte represión policial. El parlamento de Ucrania lo removió
del cargo inmediatamente. Putin definió este hecho como un “golpe fascista” respaldado por
Occidente y, alegando la intención de proteger la mayoría étnica rusa en
Crimea, ordenó una invasión encubierta en dicho territorio que luego se justificó como una operación
de rescate. En marzo
de 2014, Rusia formalizó la anexión de Crimea. En diciembre de ese
año, el legislativo ucraniano aprobó abandonar el “estado neutral”
del país y establecer un curso de acción para la
membresía en la OTAN.
El 2014 también está marcado por el estallido de una guerra
civil entre el gobierno
ucraniano y fuerzas
secesionistas en la región del Donbás, al este
del país. Dichos movimientos, que mostraban una contundente oposición
a las protestas del Maidán,
han recibido desde entonces un evidente apoyo y soporte en armamento por parte
de Rusia, aunque el discurso oficial ruso lo
haya negado. Se calcula que más de catorce mil personas murieron en el Donbás
entre 2014 y 2021 (Masters, 2022).
En los años previos
al conflicto militar
de 2022 en Ucrania, se registró
el afianzamiento de los lazos entre ese país y la OTAN, sobre la base de la
cualidad de ser uno de los seis socios de la
Alianza con estatus especial, lo que había logrado
desde 2020[10]. Esta condición no solo le permitió a Ucrania
participar en ejercicios aéreos y navales con el bloque,
sino también adquirir armamento y recibir
entrenamiento para sus fuerzas armadas. En julio de 2021, Ucrania y Estados
Unidos copatrocinaron un importante ejercicio naval en la región del Mar Negro
junto a armadas de 32 países.
Durante la segunda
mitad de 2021, Rusia desplegó
alrededor de 100.000 tropas en distintos puntos de la frontera con Ucrania. En diciembre
de 2021, el Kremlin planteó
a Estados Unidos y los países de la OTAN la
suscripción de tratados
que incluían como garantías de seguridad
el compromiso de Ucrania de no unirse a la OTAN, además de exigir la reducción
del equipo militar de la Alianza en Europa del Este[11]. El 21
de febrero de 2022, Rusia reconoció oficialmente a las repúblicas populares de Donetsk y Lugansk, en el este de Ucrania, y desplegó tropas
en el Donbás. Al día siguiente, el presidente Putin declaró la inexistencia de
los acuerdos de paz de Minsk, que buscaban poner
fin al conflicto que se desarrollaba en el este del territorio ucraniano. En
la mañana del 24 de febrero de 2022, se inició la incursión militar de Rusia en
Ucrania.
Autores como Ivo
Daalder y Adam Roberts ofrecen consideraciones
adicionales respecto a las dinámicas que se fueron sucediendo a lo largo de tres décadas y que
determinaron el momento para la incursión militar rusa. Para Daalder, es “francamente absurdo”
culpar a Estados
Unidos y a la
OTAN de la amenaza de Rusia a Ucrania, sobre todo, “después
de que Putin declarara que la condición de Estado de Ucrania era una ficción,
después de que llovieran
bombas sobre hospitales y refugios para niños, después
de que comenzara el despiadado
bombardeo de Mariupol” (Daalder, 2022).
El autor señala que la
política de “puertas abiertas” de la OTAN ha sido consistente con las
declaraciones de seguridad firmadas por todos los países europeos, incluida
Rusia, “que consagran el derecho de todos los Estados a elegir sus propias
alianzas y arreglos de seguridad” (Daalder, 2022). En este sentido, añade que
“el problema no es que la ampliación de la OTAN fuera demasiado lejos”,
sino que “no fue lo suficientemente lejos”. Para Daadler, la presencia
de tropas de la OTAN habría disuadido
a Rusia de usar la fuerza,
en tanto debía sopesar sus probabilidades de victoria frente a
una Alianza con armas nucleares y militarmente superior.
Roberts, por su parte, señala
que es probable que la propuesta de expansión
de la OTAN haya incrementado la posibilidad del conflicto. Para el autor, sin embargo, afirmar que
Occidente es el principal responsable de la crisis de Ucrania “va demasiado
lejos” (Roberts, 2022). En este sentido, presenta tres factores que, desde su
perspectiva, ocasionaron la crisis. El primero
de ellos tiene que ver con la complejidad traumática que representa la desintegración de los imperios.
Según el autor, en estos casos, los nuevos
Estados resultantes deben
resolver dilemas como las fronteras de dicho país, sus alianzas, su lengua,
su constitución, si la ciudadanía se debe basar en un origen étnico o solo en la residencia,
y si los familiares que viven fuera del Estado tienen derecho a la ciudadanía.
Como se ha explicado en párrafos precedentes, tanto Georgia como Ucrania
tuvieron que enfrentar durante la década de 1990 gran parte de estos dilemas,
asociados a la existencia de repúblicas pro-rusas disidentes apoyadas
militarmente por Rusia (Roberts, 2022).
El segundo factor es la
existencia de armas nucleares en Ucrania, Bielorrusia y Kazajstán tras el colapso
de la Unión Soviética, y la búsqueda de estos países por garantías para su seguridad. El Memorando de Budapest,
de 1994, intentó definir una solución al problema, al establecer que los
tres Estados entreguen su arsenal nuclear a Rusia a cambio de garantías de
seguridad por parte de dicha potencia, además de Gran Bretaña y Estados Unidos.
El compromiso era que se respetara la soberanía, la independencia y las fronteras existentes de Ucrania, Bielorrusia y Kazajstán. Sin embargo,
esto fue violado en 2014 con la anexión de Crimea por parte de Rusia.
La disolución de facto
de los acuerdos contenidos en el Memorándum de Budapest
habría llevado a Ucrania a buscar en el ingreso a la OTAN nuevas
garantías de seguridad (Roberts, 2022). Asimismo, se argumenta que la
imposibilidad de las potencias occidentales de imponer costos
significativos a Rusia en respuesta a la anexión de Crimea aumentó la
disposición del presidente Putin a usar la fuerza militar en la búsqueda de sus
objetivos de política exterior[12].
El tercer factor identificado por Roberts es la equivocada percepción por parte de Rusia de las llamadas “revoluciones de
color”, que han acontecido en países
de la antigua Unión Soviética
en las últimas décadas, a la usanza de los movimientos en Europa central
y oriental del otoño de 1989.
De esta manera, las los acontecimientos ocurridos en Georgia, en noviembre
de 2003, y en Ucrania, entre noviembre de 2004 y enero de 2005, fueron
consideradas por la administración de Putin como iniciativas provocadas por fuerzas
externas, que formaban
parte de una conspiración internacional, en lugar de entenderlas
como movimientos legítimos de resistencia civil (Roberts, 2022). Desde esta
perspectiva, el ejemplo de las “revoluciones
de color” era un factor que debía ser controlado para evitar situaciones
similares al interior de Rusia.
El debate académico propone
como otra razón del conflicto la naturaleza y características del liderazgo de
Vladimir Putin y su particular visión sobre el papel de Rusia en el contexto
internacional. Al respecto, se
identifica que dicha perspectiva está signada por un irredentismo y
revisionismo histórico, que han determinado una nueva narrativa del
nacionalismo ruso aplicada en la esfera de interés de esta potencia.
Desde los inicios de su
mandato, en 2000, el principal componente de la retórica de Putin ha sido su
intención de “restaurar la grandeza rusa”. Por entonces, esta formulación
mantenía un perfil liberal y no contradecía una voluntad de entendimiento con
Occidente. Sin embargo, a partir de la mitad de la primera década del presente
siglo, se identifica una inclinación nacionalista y autoritaria que determina, en materia de política exterior,
“un creciente alejamiento de Occidente y la impugnación del orden internacional liberal” (Sanahuja, 2022, p.
47).
A nivel interno, la acción
del presidente Putin se concentró en reconstruir el ejército ruso,
modernizar y expandir
el arsenal nuclear
de la potencia, así como reactivar y expandir los servicios de
inteligencia[13]. Se registra también un mayor control de
los medios de comunicación, una consolidación de las industrias estatales y el
socavamiento de la oposición política. Daniel Fried
y Kurt Volker señalan, al respecto, que “Putin no solo
domó a los oligarcas de la década de 1990; los reemplazó con los suyos” (Fried
y Volker, 2022).
Un efecto determinante de la
posición nacionalista, irredentista y autoritaria del liderazgo ruso,
sobre la base de una interpretación sesgada
de la historia, es el cuestionamiento de la existencia de Ucrania como
Estado, así como su integridad territorial. Son dos los momentos en los que
Putin presenta los principales elementos de esta narrativa. El primero de ellos
es un artículo publicado el 12 de julio de 2021. En el mismo, se resalta “la
unidad histórica de rusos y ucranianos” y se presenta
a ambos Estados como “partes de lo que es esencialmente el mismo espacio histórico y espiritual”.
Kiev, desde esta perspectiva,
es “la madre de todas las ciudades rusas”. De igual manera, se califica
de “grave error”
la constitución del Estado soviético en 1924 bajo el liderazgo de
Lenin, sobre la base de un modelo federal que reconocía el derecho de autodeterminación de las repúblicas. En opinión del mandatario ruso, esto habría sembrado
las semillas de la propia implosión de la Unión Soviética en 1991. Putin
afirmaba que la Ucrania moderna era “enteramente producto de la era soviética”
y acusaba a los bolcheviques de “tratar al pueblo ruso como un material
inagotable para sus experimentos sociales”. En este sentido, concluía lo
siguiente: “Un hecho es muy claro:
Rusia fue robada, en efecto” (Putin, 2021a).
El segundo es un discurso pronunciado el 21 de febrero de 2022, tres días
antes del inicio
de la guerra. En el mismo, Putin afirma que Ucrania era una “parte inalienable” de la propia
“historia, cultura y espacio espiritual” de Rusia y argumentó que su país había
sido objeto de tres traiciones: la primera,
por parte de Lenin y Stalin, con una mala resolución de la “cuestión nacional”, que finalmente produciría la caída de la Unión Soviética en 1991;
la segunda, por parte de las élites comunistas, que quebraron a la Unión
Soviética en 1991 para asegurarse el control de las diferentes repúblicas; y la
tercera, por parte de Estados Unidos y la OTAN, que no cumplieron los
compromisos de la Posguerra Fría e impulsaron la expansión del bloque militar
de Occidente (Putin, 2022a).
Finalmente, es preciso
apreciar en perspectiva el progresivo desmantelamiento de la arquitectura de
seguridad de la Posguerra Fría ocurrido en los últimos veinte años. En opinión de Sanahuja, el unilateralismo
adoptado por Estados Unidos con el presidente George W. Bush (2001-
2009), así como con Donald Trump
(2017-2021), se tradujo en la denuncia y retirada de la mayoría
de los tratados que conformaban dicha arquitectura
desde, incluso, la década del 70 del siglo anterior (Sanahuja, 2022)[14]. El desmantelamiento
de esta arquitectura de seguridad no solo se configura como una causa más del conflicto
militar ruso-ucraniano sino que también
evidencia el cuestionamiento cada vez mayor de la legitimidad de un orden
liberal, así como de la redistribución del poder en el sistema
de la Posguerra Fría.
Persiste aún la incertidumbre respecto al desenlace de la guerra ruso- ucraniana. Como lo afirma
Mearsheimer, el contexto actual del conflicto evidencia un mal cálculo del
presidente Putin respecto a las capacidades militares de Rusia, a la eficacia
de la resistencia ucraniana, así como al alcance y velocidad de la respuesta de los países de Occidente (Mearsheimer,
2022)[15].
Todo esto ha provocado un
ajuste a la baja de las expectativas rusas. En el inicio del conflicto armado,
entre febrero y abril de 2022, se produjo la derrota del ejército ruso en la
batalla por Kiev, que generó un duro golpe moral a sus tropas,
además de evidenciar una mala logística y una estrategia militar mal concebida, basada
en el supuesto de que Ucrania caería
rápida y fácilmente. A finales de agosto, con una importante contraofensiva, Ucrania
recuperó miles de kilómetros cuadrados de territorio en las regiones de Járkov
y Jersón (Masters, 2022). En septiembre, Rusia logró ocupar las regiones de Donetsk y Lugansk, en el este,
y de Jersón y Zaporiyia, en el sur. Asimismo, informó los resultados de
referendos en estas regiones, a través de los cuales las poblaciones habrían
confirmado las anexiones a Rusia de los mencionados territorios (Putin, 2022b). La Asamblea de las Naciones
Unidas condenó esta “anexión ilegal”
y declaró que las consultas
populares “no tienen validez alguna ni sirven para modificar de ninguna
manera el estatuto de esas regiones en Ucrania” (Organización de las Naciones
Unidas, 2022).
Estos hechos reavivaron el
mayor peligro que configura la guerra: la posibilidad de un ataque táctico con
arma nuclear en Ucrania por parte de Rusia, con capacidad de generar respuestas
de similar calibre destructivo desde Occidente. En este sentido, con la anexión
de las cuatro regiones antes mencionadas, que representan el 15% del territorio
ucraniano, Rusia pretendía transformar de manera artificial una “guerra para
destruir a Ucrania como estado independiente” en una “guerra de autodefensa
contra las fuerzas militares extranjeras” (Stanovaya, 2022). Cabe resaltar que
la doctrina oficial rusa permite el uso de armas nucleares cuando la seguridad
nacional de la Federación Rusa se encuentre en “situaciones críticas”
(Congressional Research Service, 2022).
Tal como lo ha reconocido el propio presidente de los Estados Unidos, Joseph Biden, el riesgo
de un “armagedón nuclear” se encuentra en su punto más alto desde la crisis de los
misiles en Cuba (Lizza y Daniels, 2022). En opinión de analistas como George Will, la situación actual, incluso, es peor que la crisis de 1962, en la medida en que el arsenal nuclear de Vladimir
Putin es “inmensamente más variado y formidable” que el de Nikita Khrushchev, y el alcance de un error
de cálculo catastrófico puede ser muy grande (Will, 2022).
El desarrollo del conflicto, así como la evidencia de que la ayuda
de Occidente ha sido fundamental para la derrota rusa en varias etapas del
mismo, ha llevado a Putin a un planteamiento de suma cero: o Rusia gana Ucrania o recurrirá a la escalada
nuclear (Stanovaya, 2022).
Esta amenaza es también un mensaje directo para Estados Unidos y la OTAN, mediante el cual se advierte
que la continuación del apoyo a Kiev conducirá inevitablemente a un conflicto directo
entre Rusia y Occidente.
Analistas como Carl Bildt
plantean la urgente necesidad de que Occidente consolide una política que tenga
la función de disuadir a Rusia de usar armas nucleares, objetivo que cumplió
durante la Guerra Fría la posición conocida como “destrucción mutua
asegurada”. En opinión
de Bildt, Occidente parece
afirmar, en la actualidad, que cualquier respuesta directa será “no nuclear”,
lo que parece ser sensato para evitar la escalada a una “guerra nuclear total”, sin embargo, al mismo tiempo, esta
posición parece debilitar el objetivo de la “disuasión” (Bildt, 2022).
Sobre la base de algunos
planteamientos de Bildt, una adecuada política disuasiva debería calificar el
uso de armas nucleares como un “crimen contra la humanidad”, con amplias consecuencias para los que sean
responsables de la decisión que origine los ataques. De igual manera, debe
quedar clara la voluntad de continuar y consolidar el apoyo de Occidente al Estado que se vea afectado por una
agresión con armas de este calibre. Asimismo,
es preciso sumar en el esfuerzo a potencias como China e India,
buscando que expresen de manera pública, o directamente al Kremlin, su condena
al uso de armas nucleares en Ucrania.
El más reciente episodio de
la guerra lo han configurado los casi 400
bombardeos rusos en diversas ciudades ucranianas, con el objetivo de paralizar
la infraestructura del país y desmoralizar a la población a medida que se
acerca el invierno (The Economist, 2022a). Pero lejos de evidenciar una
supremacía rusa en materia de poder bélico, los bombardeos no han logrado una
ganancia militar clara (Kramer, 2022) y, por el contrario, han descubierto otras debilidades, como la progresiva pérdida de material
bélico de alta tecnología por parte de Rusia y su incapacidad para
reabastecerse (Dixon, 2022)[16].
De otro lado, se calcula que desde el inicio de la
guerra entre 30.000 y 40.000 combatientes rusos han perdido la vida y un número
similar han sido heridos (Anglesey, 2022). En el caso de Ucrania, se registran
unas 9.000 bajas militares y 6.200 civiles.
El 21 septiembre de este año, el régimen
de Putin ordenó la “movilización parcial” de 300.000 reservistas, quienes
recibirían entrenamiento militar adicional antes de ser enviados al frente de guerra. El anuncio
originó filas de hasta 30 kilómetros de autos en la frontera con Georgia, con
miles de jóvenes rusos intentando escapar al reclutamiento (Peregil, 2022). Un mes después de anunciada la medida,
el Kremlin informó que había enlistado a 222.000 personas. Sin embargo, la
prensa publicaba testimonios que demostraban que el reclutamiento no estaba
limitado a hombres con experiencia militar previa, sino que se había
generalizado a cualquier ciudadano ruso, lo que se configuraba como una medida ampliamente impopular del régimen
(Dixon y Abbakumova, 2022).
En el plano económico,
Estados Unidos, Europa y sus aliados han aplicado una amplia cantidad
de sanciones a Rusia (Bown, 2022)[17]. De esta
manera, se ha logrado congelar la mitad de los 580 mil millones de dólares de las reservas de divisas de ese país, además de aislar a los grandes
bancos rusos del sistema de pagos global. De igual manera, Estados
Unidos ha detenido sus compras de petróleo ruso y un embargo europeo entrará en vigor en
febrero. Adicionalmente, las empresas rusas tienen prohibido comprar insumos desde motores hasta
chips; mientras que muchos empresarios rusos, identificados dentro de la oligarquía del país, así como
funcionarios del gobierno, se enfrentan a prohibiciones de viaje y
congelamiento de activos (The Economist, 2022b)[18].
El Fondo Monetario Internacional (FMI) proyecta una contracción del PBI ruso de -3.4% en 2022 y de -2.3% en 2023, como resultado de la guerra y las sanciones internacionales
impuestas por Occidente. En Ucrania, la contracción se calcula en -35% (International Monetary Fund [IMF], 2022).
Rusia ha logrado mejorar la proyección inicial
del FMI de una caída de -6%, luego
de demostrar la resiliencia de sus exportaciones de petróleo crudo y de su demanda interna.
Las sanciones, en este sentido,
no han logrado por el momento el objetivo proyectado de desencadenar una crisis de liquidez y de
balanza de pagos en Rusia, con la finalidad de dificultar el financiamiento de la
guerra[19]. Según
algunos especialistas, el progresivo aislamiento de Rusia de los
mercados occidentales tendrá efectos sustantivos en sus capacidades de
producción, pero para ello se tendrá que esperar por lo menos dos o tres años más (Rustamova y Tovkailo, 2022). Según el FMI, la invasión rusa en
Ucrania continúa desestabilizando poderosamente la economía
global (IMF, 2022). El
organismo internacional resalta que los precios de la gasolina en Europa se han
multiplicado por más de cuatro desde 2021 y que Rusia ha recortado las entregas
de combustibles a menos del 20% comparado con el año pasado, lo que aumenta la
perspectiva de escasez de energía durante el próximo invierno. El FMI destaca
también que el conflicto ha generado el alza de los precios de los alimentos en
los mercados mundiales, causando graves dificultades a los hogares,
especialmente, en los países de bajos ingresos. A estos efectos
se suman los provocados por una crisis del costo de
vida causada por presiones inflacionarias persistentes y cada vez mayores, así
como la desaceleración en China.
En regiones como América
Latina y el Caribe, por ejemplo, las presiones inflacionarias provocadas por el aumento del precio de las materias
primas a causa de la guerra, además de la incertidumbre que este
conflicto genera, vienen provocando riesgos económicos y geopolíticos
adicionales a las perspectivas
previamente establecidas. Según un reciente informe del Banco Interamericano de
Desarrollo (BID), el deterioro de las condiciones de acceso al financiamiento externo, junto con las presiones
inflacionarias y las menores perspectivas de crecimiento mundial,
determinarán un efecto
contractivo en la región durante
2022 y en los próximos
años (IDB, 2022)[20].
La mayoría de analistas
avizoran aún pocas posibilidades de diplomacia en los próximos meses, ya que
tanto Ucrania como Rusia conservan expectativas de mejorar su posición en el
escenario militar. Para algunos, incluso, no existe solución diplomática ni
compromiso posible debido a los costes que las partes han asumido.
Autores como Francis Fukuyama
sostienen que Occidente debe continuar brindando apoyo a Ucrania con la
finalidad de propiciar una derrota rusa, que significaría también el final del
régimen de Putin. Desde esta perspectiva, una Rusia derrotada configuraría un
mensaje potente para otros regímenes populistas y nacionalistas en diversas
regiones del mundo, así como para los planes de China sobre Taiwán (Fukuyama, 2022; Zakaria,
2022). Esto, sin embargo, está sujeto a pensar que el Kremlin no escalará el conflicto y descartará el uso de armas
nucleares tácticas en cualquier escenario.
Antes que la búsqueda de una
derrota total de Rusia, es fundamental que tanto Estados Unidos como las potencias europeas fortalezcan los canales
diplomáticos con las partes, para propiciar una salida política
que represente un costo menor
que el de tomar la decisión de un ataque nuclear, sin dejar de establecer las
penas respectivas a los responsables. Esa alternativa debe involucrar, además,
el apoyo de otras potencias fundamentales del sistema que han sido hasta ahora renuentes
a condenar la posición rusa en el conflicto,
como China e India.
La salida, asimismo, debe
distanciarse de una doctrina de la supremacía del poder occidental y de la
visión de un mundo unipolar que, en el caso de Estados Unidos, ha provocado, desde la década de 1990, que seis administraciones presidenciales
fracasen en construir una relación exitosa con Rusia después de la Guerra Fría.
En este sentido, la solución debe considerar que Rusia no dejará de ser un actor fundamental del sistema en las
próximas décadas, sobre todo, en el plano geopolítico. La salida negociada
tendría que considerar la situación anterior al estallido de la guerra, donde
una Ucrania neutral reciba nuevas seguridades por parte de Rusia y Occidente.
No hay duda en
que la guerra ruso-ucraniana es la más disruptiva en Europa desde 1945[21] y que
está llamada no solo a transformar el sistema
de seguridad europeo, sino también otros ámbitos sustantivos para la
estabilidad de los Estados en este continente, como el energético. Algunos autores, además, le asignan la
importancia de ser un acontecimiento que generará efectos profundos en el
ordenamiento del sistema internacional.
Timothy Snyder afirma que la
guerra ruso-ucraniana parece estar llamada a “establecer principios para el
siglo XXI” (Snyder, 2022)[22]. En lo
que se refiere al ámbito de la regulación de las relaciones internacionales,
como fue anotado en los párrafos precedentes, la confirmación de una anexión de Crimea, Donetsk
y Lugansk por parte de Rusia pondría
a prueba la “norma contra la
conquista territorial”, consolidada a partir del final de la Segunda Guerra Mundial y que forma
parte, desde sus inicios, “de un proyecto más amplio para promover la paz”.
Para autores como Tanisha Fazal, si la comunidad global
fracasa en hacer
cumplir esta norma
en el caso ucraniano, ello podría provocar una mayor frecuencia del
uso de la fuerza por parte de los Estados para desafiar sus fronteras (Fazal,
2022).
De otro lado, es claro que el
empleo de un arma nuclear en la guerra entre Rusia y Ucrania sería un evento
“extraordinariamente significativo”, tal como lo resalta Henry Kissinger. Al
respecto, el autor advierte que no se
ha establecido aún a nivel global cuáles serían “las próximas líneas
divisorias” en caso ocurriera un ataque de esta naturaleza (Financial Times, 2022)[23].
Es difícil predecir el orden internacional
que emergerá luego de la guerra ruso-ucraniana. No obstante, si bien el conflicto será importante para la configuración de dicho orden, no
debe considerarse como el único
factor determinante. Son múltiples
las dinámicas que vienen desafiando al sistema desde hace
dos décadas, entre las que se encuentran el declive del poder de Estados Unidos,
el ascenso de China como potencia económica, las guerras
comerciales, el proteccionismo renovado, las repetidas crisis financieras, el
aumento de la desigualdad, el resurgimiento de los autoritarismos, así como una
ineficiente respuesta a amenazas globales como el cambio climático, las
pandemias, el terrorismo, la proliferación de armas nucleares, y la
delincuencia organizada transnacional.
La guerra entre Rusia y
Ucrania ha revitalizado a la OTAN, pero también ha profundizado la división entre
el Este y el Oeste,
el Norte y el Sur. La gran mayoría de países, por
ejemplo, si bien han condenado enérgicamente la invasión en Ucrania en el marco
de las Naciones Unidas, no se han sumado a las sanciones económicas impuestas
contra Rusia, debido a los costos que la guerra ya ha generado en sus economías
y a la imposibilidad de asumir otros más. En este contexto, se aprecia
una profundización del declive
del sistema liberal
basado en reglas,
que ha sido dominado por Occidente desde el final de la Segunda Guerra
Mundial.
No es difícil, por tanto,
imaginar “un mundo menos próspero y más peligroso”, caracterizado por una
competencia cada vez más hostil entre Estados Unidos y China, una Europa
remilitarizada, bloques económicos regionales orientados hacia el interior, un sistema digital dividido según líneas geopolíticas, además
de la creciente “armamentización de la economía” con fines estratégicos (Rodrik y Walt, 2022).
No obstante, como ha sucedido
al término de otros acontecimientos trágicos en la historia mundial, la solución
de la guerra en Ucrania puede constituir una importante oportunidad para que
los distintos actores en el sistema reevalúen su papel en la construcción de un
orden internacional más benigno. Se plantea que en este nuevo orden las
potencias mundiales compitan en algunas áreas, cooperen en otras y observen
principios fundamentales, así como algunas “líneas rojas”.[24]
Al respecto, Jeffrey Lehman, Yang Yao
y Dani Rodrik proponen un futuro orden mundial basado en un marco que guíe las
relaciones entre las principales potencias. El referido orden
presupone un acuerdo
mínimo sobre los principios
básicos –una suerte de “meta régimen”, en contraposición a un conjunto
detallado de reglas
prescriptivas– y reconoce
que no es posible eliminar por completo las condiciones que alientan a los Estados
a competir. Por el contrario, el esquema busca
motivar a las potencias rivales,
e incluso adversarias, a
encontrar un terreno común para mantener las condiciones físicas necesarias
para la existencia humana, promover la prosperidad económica y minimizar los
riesgos de una gran guerra (Rodrik y Walt, 2022)[25].
Se trata, por tanto, de establecer
acuerdos sobre principios fundamentales y normas flexibles que tengan como
objetivo preservar los elementos de una economía global abierta y prevenir conflictos armados, con tolerancia a las distintas configuraciones institucionales y políticas presentes en el sistema internacional.
Este nuevo orden debe propiciar espacios de negociación y favorecer la
diplomacia cuando existan controversias, en lugar de la aplicación de un
estricto esquema normativo liberal.
De esta manera, el final de
la guerra entre Rusia y Ucrania podría contribuir a la definición de un nuevo orden mundial.
Las potencias que configuran
el escenario internacional deben asumir un rol político- diplomático activo en
este contexto de definiciones. El objetivo a perseguir es manejar la colisión
de las viejas contiendas geopolíticas con los nuevos desafíos globales, para lo
cual será fundamental la búsqueda de consensos.
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[1] Consejero en el Servicio
Diplomático de la República. Es Jefe del Departamento Económico de la Embajada
del Perú en los Estados Unidos. Ha sido Representante Alterno del Perú ante la Organización de los Estados
Americanos (OEA) y Subdirector de la OEA y Asuntos Hemisféricos en el
Ministerio de Relaciones Exteriores. Es Magíster en Diplomacia y Relaciones
Internacionales por la Academia
Diplomática del Perú y por la Escuela Diplomática de España. Tiene un Master of Arts in Writing otorgado por
la Universidad Johns Hopkins y es Licenciado en Comunicación Social por la
Universidad Nacional Mayor
de San Marcos. Antes de ser diplomático, trabajó como periodista
político y editor.
[2] Como lo afirma Henry Kissinger, es necesario reconocer
que “nunca ha existido un orden
mundial verdaderamente global”
(Kissinger, 2014, p. 2). Los autores clásicos en la disciplina de las
relaciones internacionales identifican el inicio de los estudios en esta
materia y, por ende, del concepto de “orden internacional”, en la Paz de
Westfalia suscrita por las potencias europeas en 1648, mediante la cual se
establece por primera vez un mundo
dividido en naciones-Estado y en el que los principales actores acuerdan
formalmente respetar su soberanía en territorios demarcados. Esta visión
obedece, sin duda, a un enfoque eurocéntrico, que podría ser rebatido si
consideramos el rol de China y su propio concepto jerárquico y universal de
orden desde tiempos contemporáneos al Imperio Romano; si analizamos la idea de
orden mundial propuesta por el Islam desde el
siglo VII, que llegó a predominar en el Medio Oriente, el norte de África,
grandes extensiones de Asia y porciones de Europa; o si evaluamos las dinámicas
de poder existentes en el llamado Nuevo Mundo, así como la visión distinta
de orden generada en el norte del continente americano
a partir del siglo XVII, con un concepto de paz y de balance fundados en el cultivo de
principios. De todas estas nociones, sin embargo, han sido los principios westfalianos los únicos generalmente reconocidos como base para analizar lo que se identifica como
orden mundial.(Kissinger, 2014)
[3] La diferencia con el concepto de “orden internacional” radica en su
ámbito geográfico. Este último abarca una parte sustancial del mundo, con la capacidad
de afectar el balance
global de poder. Asimismo, la noción de “orden regional”
se destina a un área geográfica
más definida (Kissinger, 2014).
[4] Al respecto, Joseph Nye reivindica un análisis del poder sobre la base de un modelo que se
asemeja a un complejo tablero tridimensional: un primer tablero que evalúa el poder militar,
en el que Estados Unidos parece aún conservar su primacía; un segundo tablero
que estudia.
[5] La agresión rusa recibió el rechazo generalizado de la comunidad
internacional. A seis días de iniciada la incursión militar,
la Asamblea General
de las Naciones Unidas condenó el hecho con una resolución que obtuvo 141 votos a favor, 5 en contra,
y 35 abstenciones. El documento deploró
la agresión en los términos
más enérgicos y le exigió a Rusia poner
fin al uso de la fuerza contra Ucrania, así como retirar “de inmediato, por
completo y sin condiciones” todas sus fuerzas militares del territorio
ucraniano, respetando las fronteras reconocidas internacionalmente. La
resolución demostró el aislamiento internacional de Moscú y se configuró
como una manera de superar
el veto de Rusia a una iniciativa similar en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas(Asamblea General de Naciones Unidas
[AG ONU], 2022a). Dos semanas más tarde, la Asamblea General aprobó una
segunda resolución para la ayuda humanitaria en Ucrania que exigía a Rusia el
cese inmediato de cualquier ataque contra
objetivos civiles, así como el fin del asedio de la ciudad
portuaria de Mariupol (AG ONU, 2022b).
[6] Richard Haass define a las “guerras de elección” como aquellas situaciones “en las que un país va a la guerra, aunque los intereses en juego no sean tan vitales y existan recursos no militares que se pueden emplear” (Haass, 2021).
[7] Este enfoque fue planteado
por primera vez en un documento oficial del gobierno estadounidense en marzo de
1992, por el Subsecretario de Defensa para la Política Paul Wolfowitz. Se
trataba de la versión inicial de la Guía de Planifica de la Defensa de Estados
Unidos 1994-1999, que fue filtrada al diario New York Times, y en el cual se
expresaba que la misión política y militar de este país en la Posguerra Fría
sería asegurar que no se permita el surgimiento de ninguna superpotencia rival
en Europa occidental, desclasificados y se encuentran en los archivos de la
Universidad George Washington (Principal Deputy Under Secretary of Defense,
1992).
[8] Esto se sumaba
a la admisión a este bloque de la República
Checa, Hungría y Polonia, en 1999; y a la incorporación de
Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Rumanía, Eslovaquia y Eslovenia, en 2004
(NATO, 2022a).
[9] Asimismo, el presidente ruso resaltó en aquella alocución
que era “pernicioso” concebir al mundo
desde un enfoque
unipolar, en el que existe
“un amo, un soberano”, y en el que se identifica un “centro de autoridad, un centro de fuerza, un centro de toma de decisiones”.
Además de rechazar este modelo, hizo referencia implícita a las intervenciones
militares lideradas por Estados
Unidos en los Balcanes e Irak, y afirmó que se asistía
a un contexto de “hiper-uso casi incontenible de la fuerza —la fuerza
militar— en las relaciones internacionales”, que sumía al mundo en un “abismo
de conflictos permanentes” (Putin, 2007).
[10] Cabe resaltar que, en marzo de 2020, la República de Macedonia del Norte se convirtió en el último país en unirse a la OTAN. Por
su parte, Finlandia y Suecia han completado las conversaciones de adhesión y los aliados
firmaron los protocolos respectivos para ambos países en julio de 2022. En la actualidad, son “invitados oficiales” y asisten a las reuniones de la Alianza (NATO, 2022a).
[11] En una reunión
ampliada del Directorio del Ministerio de Defensa ruso, realizada el 21 de diciembre de 2021, el presidente Putin informó que había enviado
los borradores de estos
acuerdos al gobierno estadounidense y a la OTAN (Putin, 2021b).
[12] Esto se condice
con lo afirmado por Robert Kagan, respecto
a la idea asentada en Europa
del
este sobre el peligro de que Rusia reasumiría eventualmente su largo hábito de siglos de imperialismo y buscaría reclamar
su influencia tradicional sobre su vecindario. Los países de esta
región querían evitar la única manera en que podrían ser obligados a un retorno
a la esfera de influencia de Rusia: una combinación de la presión rusa y la
indiferencia de Occidente. (Kagan, 2022).
[13] Según el Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo (SIPRI), en 21 años, los gastos militares de Rusia
aumentaron en un 700% hasta alcanzar los 65.9 mil millones de dólares
(Stockholm International Peace Research Institute, 2022).
[14] Entre dichos acuerdos,
destacan los siguientes: Tratado de Misiles Anti-Balísticos (1972); Tratado
sobre Misiles de Alcance Intermedio (1987); Tratado sobre fuerzas
convencionales en Europa (1990); Tratado
de Reducción de Armas Estratégicas (2010); y Tratado de
Cielos Abiertos (1992).
[15] Respecto a este último punto se calcula que Estados Unidos ha
destinado, hasta la fecha, alrededor de 17.6 mil millones de dólares en
asistencia de seguridad a Ucrania desde el inicio de la guerra,
incluidos sistemas avanzados antiaéreos, cohetes, misiles,
helicópteros y drones letales (U.S. Department of Defense, 2022) (U.S.
Department of State, 2022). Los aliados europeos
vienen brindando una ayuda similar,
que se calcula en varios miles de millones de euros (NATO,
2022b). El apoyo total estadounidense, incluyendo el humanitario, asciende a 40 mil millones de dólares (Edmondson
y Cochrane, 2022). La contribución de
actores privados también ha sido decisiva para los resultados en el campo militar.
Starlink, del empresario Elon Musk, ha facilitado cientos
de estaciones de conexión a internet por satélite, que han jugado
un importante papel en las comunicaciones
civiles y militares de Ucrania (Miller, Scott y Bender, 2022).
[16] Desde mayo, el uso de misiles guiados de precisión ha disminuido
drásticamente, y se viene optando por el uso de misiles de crucero que son más
fácilmente interceptables y menos precisos (Dixon, 2022). La industria de las
armas rusas ha sido golpeada por las sanciones económicas y tiene muchas
complicaciones para fabricar suficientes misiles nuevos, por lo que se ha
comenzado a emplear armamento iraní, especialmente drones, con capacidad
para cargar ojivas de hasta 50 kilogramos. Si bien estos drones son difíciles
de detectar, también son vulnerables, incluso, al fuego de un rifle (The Economist, 2022a). De otro lado, se calcula que Rusia
habría perdido desde el inicio de la guerra unos 6.000 tanques, vehículos
blindados, y otros equipos militares, algunos de los cuales han sido
[17] Para una relación
actualizada del conjunto de sanciones impuestas a Rusia, se puede consultar la página web del Peter Institute
for International Economics: https://www.piie. com/blogs/realtime-economics/russias-war-ukraine-sanctions-timeline
[18] La invasión también
le ha costado a Rusia la paralización del gasoducto Nord Stream
2, luego de que Alemania suspendiera
la aprobación regulatoria del proyecto en febrero pasado. No obstante, en
agosto, Rusia suspendió las operaciones de Nord Stream 1, que proporcionaba al
mercado europeo hasta un tercio de su gas natural, en un intento por generar la
ruptura del consenso europeo respecto a las sanciones (Masters, 2022).
[19] Para diciembre de 2022, sin embargo, se proyecta la imposición de un precio
tope para el petróleo ruso a nivel
internacional, una medida
liderada por Estados
Unidos y sus aliados
del G7 que pretende sumar
a una mayor cantidad de países al esquema de sanciones contra Rusia. Sin embargo, la mayoría de
Estados con economías medianas o pequeñas no se han sumado a las sanciones impuestas a Rusia debido
a su imposibilidad de solventar los costos que la guerra viene produciendo a nivel global,
lo que se agrega a factores como la
inflación, el incremento de la deuda y la desigualdad luego de la pandemia, la escasez de fertilizantes y granos, los problemas
de las cadenas de suministro, así como una elevada vulnerabilidad financiera
(Davidson y Sutton, 2022).
[20] El BID señala que si bien la inflación en la región se encontraba en
aumento desde antes del inicio de la guerra, la misma ha afectado
adicionalmente los precios de la energía (hidrocarburos), granos y fertilizantes. Se afirma, además,
que el aumento en el costo
de las materias primas ha determinado el incremento del precio de los
alimentos, lo que, sumado a una desaceleración económica y a los efectos
persistentes de la pandemia, podría generar un empeoramiento de la seguridad
alimentaria, mayores tasas de pobreza
y malestar social (IDB, 2022).
[21] El costo para la economía
global del conflicto se calcula ya en unos 2.8 billones
de dólares para 2023
(Organisation for Economic Co-operation and Development, 2022).
[22] En la perspectiva del autor, el conflicto establece una disyuntiva
entre un escenario internacional sustentado en valores democráticos y otro
marcado por una aproximación nihilista, en la que sería
posible la extensión de políticas genocidas y la subordinación de algunos Estados mediante el uso de la fuerza (Snyder, 2022).
[23] Kissinger afirma, en este sentido, que es preciso que los actores del
sistema consideren cómo reaccionar en caso Rusia
realice un ataque
con armas nucleares. Para el autor,
lo que no se puede hacer es
aceptar simplemente el hecho “porque eso abriría un nuevo método de chantaje”
(Financial Times, 2022).
[24] Con ello se busca detener el
aceleramiento del “círculo vicioso” en el que han ingresado las relaciones
internacionales en la actualidad, en el cual el aumento de la “competencia
geopolítica” determina un contexto adverso para la cooperación que requiere la
atención efectiva de los problemas globales y, a la vez, el entorno
internacional en deterioro alimenta progresivamente las tensiones geopolíticas
(Haass, 2022).
[25] El referido marco descansa en cuatro categorías generales: a) acciones
prohibidas, constituidas por normas
ampliamente aceptadas, como los compromisos incorporados en la
Carta de las Naciones Unidas; b) acciones y acuerdos de beneficio mutuo,
mediante los cuales los Estados se
benefician modificando su propio comportamiento a cambio de concesiones similares (por ejemplo, acuerdos
comerciales bilaterales y acuerdos de control de armas); c) medidas
independientes para promover
objetivos nacionales específicos, de conformidad con el principio de soberanía pero sujetas a las
prohibiciones previamente acordadas; y d) cuestiones en las que una acción
efectiva requiere la participación de múltiples Estados (por ejemplo,
medidas contra el cambio climático
y pandemias) (Rodrik y Walt, 2022).