REVISTA PERUANA DE DERECHO INTERNACIONAL

ISSN: 0035-0370 / ISSN-e: 2663-0222

Tomo LXXIV. Enero-Abril 2024, N° 176, pp. 99-136.

Recepción: 15/02/2024. Aceptación: 28/03/2024

DOI: https://doi.org/10.38180/rpdi.v74i176.497

 

ARTÍCULOS

La crisis del orden internacional y
el poder de Estados Unidos

The crisis of international order and
the power of the United States

Samuel Ashcallay Samaniego (*)

Ministerio de Relaciones Exteriores del Perú

(Washigton, Estados Unidos)

sashcallay@rree.gob.pe

https://orcid.org/0009-0008-2124-2304

 

(*) Consejero en el Servicio Diplomático de la República. Es Jefe del Departamento Económico de la Embajada del Perú en los Estados Unidos. Ha sido Representante Alterno del Perú ante la Organización de los Estados Americanos (OEA) y Subdirector de la OEA y Asuntos Hemisféricos en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Es Magíster en Diplomacia y Relaciones Internacionales por la Academia Diplomática del Perú y por la Escuela Diplomática de España. Tiene un Master of Arts in Writing otorgado por la Universidad Johns Hopkins y es Licenciado en Comunicación Social por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Antes de ser diplomático, trabajó como periodista político y editor.

Con el presente artículo, el autor formaliza su incorporación como Miembro Asociado, conforme a lo dispuesto por el Consejo Directivo de la Sociedad Peruana de Derecho Internacional, mediante Acta del 13 de diciembre de 2018.

Resumen

Asistimos en la actualidad a la crisis del llamado orden liberal internacional, que ha definido el relacionamiento de los actores del sistema durante alrededor de ocho décadas sobre la base de pilares como apertura económica, multilateralismo, cooperación en seguridad y solidaridad democrática. El referido orden, que configuró un esquema acotado a Occidente durante la Guerra Fría y que determina el sistema global a partir de 1991, se encuentra ligado al establecimiento de los Estados Unidos como potencia, así como a la construcción de instituciones de gobernanza bajo su liderazgo, con el concierto de otras democracias liberales. A partir de un análisis de la política exterior de Estados Unidos y el ejercicio de su poder, el presente artículo se plantea como objetivo analizar las diferentes etapas de desarrollo del orden liberal internacional, a efectos de evaluar su crisis actual y considerar perspectivas para su futuro.

Palabras claves: orden liberal internacional, poder, Estados Unidos, crisis del orden mundial, política exterior

Abstract

We are currently witnessing a crisis in the international liberal order, a system that has governed relationships among global actors for nearly eight decades. This order has been built upon key principles such as economic openness, multilateralism, security cooperation, and democratic solidarity. Originating as a framework largely confined to the Western world during the Cold War era, it has since become the dominant global paradigm following the events of 1991. The establishment of the United States as a major power played a pivotal role in shaping this order, along with its leadership in constructing governance institutions in collaboration with other liberal democracies. This article aims to analyze the evolution of the international liberal order, focusing on the various stages of its development. By examining the foreign policy and exercise of power by the United States, we seek to gain insights into the current crisis facing this order and explore potential pathways for its future.

Keywords: international liberal order, power, United States, world order crisis, foreign policy

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INTRODUCCIÓN

Convienen diversos autores en reconocer una crisis profunda del denominado “orden liberal internacional”, que ha sido fundamental para definir las interacciones entre los actores en el sistema a nivel global durante alrededor de ocho décadas. Compuesto por una red de instituciones y normas, el referido orden se encuentra intrínsecamente vinculado a la dinámica del poder de Estados Unidos y ha sido caracterizado, asimismo, por atributos fundamentales como la paz y estabilidad entre las principales potencias desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

A partir de la primera década del presente siglo, sin embargo, una serie de eventos críticos han configurado lo que se identifica como “fisuras” en el orden internacional. Desde esta perspectiva, tres son los acontecimientos principales que evidencian estas grietas en el sistema: la guerra en Irak, la crisis financiera global de 2008 y el ascenso de China como potencia global (Ikenberry, 2022, 2018). Una mirada más amplia admite registrar también como manifestaciones de esta crisis a hechos como la guerra en Afganistán, el fracaso del proceso de paz de Oslo entre Israel y Palestina, los conflictos en Libia y Siria, la crisis del Euro, el Brexit, la anexión de Crimea por parte de Rusia (Mearsheimer, 2019) (Blackwill y Wright, 2020), así como el ejercicio de una política exterior estadounidense –sobre todo, entre 2017 y 2020– contraria a las principales instituciones y alianzas del internacionalismo liberal (Ikenberry, 2020).

Desde una perspectiva más reciente, no podemos obviar las consecuencias de la pandemia del COVID-19, en 2020 y 2021; el inicio de la guerra en Ucrania, en 2022; así como el escalamiento de las tensiones en el Medio Oriente a partir de la agudización del conflicto entre Israel y Hamas, desde 2023. Otros estudios incluyen tendencias transversales como un costoso retorno a la geopolítica competitiva (Skidelsky, 2023), el surgimiento de los nacionalismos, autoritarismos, el proteccionismo renovado y la crisis de la democracia (Fukuyama, 2022); además de la pérdida de confianza en soluciones colectivas a desafíos comunes y urgentes, entre los que podemos considerar al cambio climático, las pandemias, la proliferación nuclear, y el desarrollo sin gobernanza de la inteligencia artificial (WEF, 2024) (Bremmer y Kupchan, 2024) (Haass, 2022).

Tomando en cuenta estas consideraciones, se hace imprescindible analizar cómo la naturaleza del poder de Estados Unidos ha sido capaz de influir en la definición del orden liberal internacional y, por ende, del sistema global desde 1945. Es importante, asimismo, evaluar cuáles han sido las principales “grietas” en este orden a lo largo de las últimas dos décadas y qué posibles escenarios se plantean para este orden en el futuro, sobre la base de la acción externa de la superpotencia y de su relacionamiento con los demás actores del sistema.

 

1. ORDEN Y PODER EN EL SISTEMA INTERNACIONAL

Comencemos por afirmar que el concepto de “orden” en el ámbito de las relaciones internacionales se refiere a un grupo organizado de instituciones que contribuyen a gobernar las interacciones entre los actores del sistema. Dichas instituciones, a su vez, constituyen normas que prescriben formas aceptables de comportamiento y establecen límites para los tipos de acción permisibles (Mearsheimer, 2019). Un “orden” contempla también principios organizativos, relaciones de autoridad, roles funcionales, expectativas compartidas y prácticas establecidas, a través de los cuales los Estados se relacionan (Ikenberry, 2019) (Gilpin, 1981).

El concepto de “orden” se basa, asimismo, en un equilibrio de poder entre las potencias principales, lo que impone contención cuando las reglas no cumplen su objetivo, “evitando que una unidad política subyugue a todas las demás” (Kissinger, 2014, p. 9)[1]. Al respecto, cabe precisar que, en la medida en que son las grandes potencias las que determinan un orden, éste refleja la distribución del poder entre dichos actores, ya sea en uno o varios “polos”. En este sentido, el sistema podría obedecer a una organización del poder de carácter multipolar, bipolar o unipolar. Cualquiera sea su naturaleza, el objetivo final del orden es permitir a dichas potencias mayores “un entendimiento compartido” para “limitar la posibilidad de una confrontación seria” (Blackwill y Wright, 2020, p. 5).

Si bien existe consenso respecto a la noción de “orden”, los autores discrepan en la definición de “orden internacional”. John Mearsheimer (2019, pp. 11-12) lo utiliza como un concepto para comprender “a todas las grandes potencias del mundo, idealmente a todos los países del sistema”, a diferencia de un “orden acotado”, que consiste en un conjunto de instituciones con membresía limitada, sin incluir a todas las grandes potencias y, usualmente, con alcance regional. Robert Blackwill y Thomas Wright (2020, p. 4), por su parte, emplean “orden internacional” para referirse a “un orden liderado por un país en específico, frecuentemente un imperio, a pesar de que el orden en cuestión no siempre sea aceptado por todas las potencias mayores en el mundo”.

El presente artículo utiliza la definición que plantea Henry Kissinger de “orden internacional”, la misma que explica en comparación con las nociones de “orden mundial” y “orden regional”. Para Kissinger (2014, p. 9), “orden mundial” refleja la concepción que una región o civilización tiene acerca de los arreglos justos y la distribución de poder aplicables a nivel global, mientras que “orden internacional” es la aplicación práctica de estos conceptos a una parte sustancial del globo, lo suficientemente grande como para afectar el equilibrio de poder global. Los “órdenes regionales”, por otro lado, implican los mismos principios aplicados a áreas geográficas específicas[2].

Los órdenes internacionales también pueden distinguirse a partir de su grado de institucionalización o su inclinación para establecer jerarquías, así como respecto a la manera y el nivel en que la coerción y el consentimiento respaldan dicho orden (Ikenberry, 2011, 2019). Asimismo, algunos órdenes internacionales se han destacado a lo largo de la historia por su consistencia y duración. Ikenberry resalta, por ejemplo, que el orden posterior a 1815, luego de las guerras napoleónicas, perduró casi un siglo, mientras que el surgido después de 1919, post Primera Guerra Mundial, nunca llegó a consolidarse completamente[3]. De igual manera, el autor destaca que el período de construcción de un orden suele acontecer después de una gran guerra, pues son en estos momentos en que se celebran conferencias de paz y se suscriben acuerdos, a través de los cuales se establecen las instituciones y disposiciones necesarias para el relacionamiento de las potencias luego del conflicto (Ikenberry, 2019)[4].

A pesar de ser claro que las grandes potencias juegan un papel activo en la definición de un orden internacional, es preciso preguntar ¿cuáles son los incentivos para que dichas potencias mayores establezcan aparentes “límites” a su poder a través de instituciones y normas? y ¿qué determina que los demás Estados las acepten? Ikenberry (2019, p. xv) opina que las grandes potencias se benefician de las instituciones al consolidar un apoyo de los otros actores al orden creado, reduciendo los costos de aplicación, además de generar un flujo de ventajas que perdura más allá de su poder. Por su parte, los Estados con menor poder obtienen un líder más benigno y cooperativo gracias a las instituciones, las mismas que también generan espacios de negociación.

En lo que respecta al análisis del “poder” como categoría en las relaciones internacionales[5], Joseph Nye (2021) reivindica un modelo que se asemeja a un complejo tablero tridimensional: un primer tablero que evalúa el poder militar, en el que Estados Unidos parece aún conservar su primacía, aunque seguido cada vez más de cerca por China; un segundo tablero que estudia la distribución del poder económico, en el cual el poder es compartido por actores como Estados Unidos, China, Japón y la Unión Europea; y un tercer tablero que se define como el ámbito de las relaciones transnacionales. En este último se incluyen actores no estatales tan diversos como banqueros, terroristas y piratas informáticos, además de desafíos como las pandemias y el cambio climático. En este tablero, los actores no gubernamentales juegan roles importantes y ningún Estado tiene el control.

En un artículo más reciente que evalúa la competencia entre Estados Unidos y China en el sistema internacional, Nye incluye en el tercer tablero una dimensión “social”, para resaltar cómo los tejidos sociales de dos actores internacionales pueden estar profundamente entrelazados y generar influencia en los otros dos tableros (Nye, 2021). El esquema de análisis propuesto por Nye requiere la inclusión de substratos ya considerados en otros modelos, como las finanzas y el crédito, las redes de comercio, la energía, el bienestar social y el conocimiento (Strange, 2004).

Por su parte, Mearsheimer (2018, pp. 131-134) analiza las relaciones de poder entre los Estados como un componente fundamental que define la arquitectura del sistema internacional. Según el autor, dicha arquitectura se basa en cinco supuestos clave: a) los Estados son los principales actores del sistema, b) no hay una autoridad centralizada que los gobierne, c) es imposible saber con certeza cuándo las intenciones de un rival potencial son hostiles, d) la supervivencia es el objetivo primordial de los Estados, y e) éstos actúan de manera racional.

Sobre las bases de dichas premisas, Mearsheimer subraya que cuando un Estado no puede estar seguro de las intenciones de otras potencias rivales, la mejor estrategia para garantizar su supervivencia es adquirir la mayor cantidad de poder posible en comparación con sus competidores. El autor plantea la metáfora de las grandes potencias atrapadas en una “jaula de hierro” que no tienen más opción que competir por el poder. Asegura que esta búsqueda constante de poder es “el medio para la supervivencia en un sistema anárquico donde el conflicto es una posibilidad siempre presente” (Mearsheimer, 2018, p. 134).

 

2. CONSTRUCCIÓN DEL ORDEN LIBERAL INTERNACIONAL

El “orden liberal internacional” comenzó a constituirse a partir del término de la Segunda Guerra Mundial, entre 1945 y 1951[6]. John Ikenberry (2020, pp. 178-180) resalta que la creación de dicho orden se sustentó en diversas lógicas organizativas, como el equilibrio de poder, la jerarquía y la cooperación consensuada entre Estados liberales afines.

Su configuración resultó de la acción de dos proyectos principales: uno occidental, destinado a fortalecer la democracia liberal en el mundo industrial avanzado, y otro asociado a la Guerra Fría, enfocado en formar alianzas políticas para contrarrestar a la Unión Soviética. La conjunción de ambos proyectos originó la creación de la más extensa y compleja red de instituciones multilaterales significativas en la historia, como las Naciones Unidas, las instituciones de Bretton Woods (Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial), el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT), la Organización Mundial de la Salud (OMS), además de diversas entidades regionales.

Iniciativas clave incluyeron el Plan Marshall para la reconstrucción de Europa Occidental, en 1947; la formación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), en 1949; y los inicios de la Comunidad del Carbón y del Acero Europea (CECA), en la década de 1950, que sirvió de base para la formación de la Unión Europea. Durante este período, se adoptaron también importantes documentos, como la Declaración Universal de Derechos Humanos, en 1948, así como la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio en ese mismo año[7].

Según Ikenberry (2020), el “orden liberal internacional” estuvo fundamentado desde sus inicios en convicciones centrales como la apertura internacional y el comercio, el multilateralismo y las relaciones basadas en reglas, la solidaridad democrática liberal, la seguridad cooperativa, y los objetivos de progreso social. El autor considera entre los principales logros del referido orden a la expansión económica más rápida y prolongada en la historia, así como a la ausencia de violencia entre las grandes potencias. Resalta también que el “orden liberal internacional” permitió la reintegración de Alemania y Japón al proyecto de Occidente, la facilitación de la transición de democracias liberales del siglo XIX a Estados de bienestar modernos, además de la capacidad de proporcionar un hogar para países en transición, promoviendo seguridad, cooperación comercial e institucional.

El “orden liberal internacional” se constituyó durante la Guerra Fría en un orden acotado dentro de un sistema mundial de carácter bipolar, con los polos definidos por Estados Unidos y la Unión Soviética. En este sentido, coexistía con el esquema conformado por las economías marxistas-leninistas del Pacto de Varsovia, China, Corea del Norte, Vietnam y Cuba. A pesar de la competencia entre ambos modelos, se alcanzó un entendimiento y aceptación gradual de las esferas de influencias de las potencias mayores, además de una posición conjunta respecto a la proliferación de armas nucleares y la aversión –especialmente luego de la crisis de los misiles de Cuba de 1962– a un conflicto con este tipo de armamento (Blackwill y Wright, 2020, p. 6). En este sentido, a pesar de la rivalidad y de la existencia de instituciones sólidas de seguridad como la OTAN o el Pacto de Varsovia[8], Estados Unidos y la Unión Soviética cooperaron en acuerdos de control de armas y prevención de la proliferación nuclear, con lo cual terminaron por fortalecer el sistema de seguridad internacional. Al respecto, destacan instituciones como la Agencia Internacional de Energía Atómica, el Tratado de No Proliferación Nuclear y el Grupo de Proveedores Nucleares (Mearsheimer, 2019, pp. 18-19). De igual manera, ambas potencias buscaron limitar estratégicamente sus arsenales nucleares con acuerdos como el Tratado de Limitación de Armas Estratégicas de 1972 (SALT I) y SALT II, en 1979. Otro convenio significativo fue el Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio de 1988, que eliminó todos los misiles de alcance corto e intermedio de los arsenales soviéticos y estadounidenses[9].

El sistema de equilibrio de poderes establecido durante la Guerra Fría permaneció constante en sus diversas etapas, a pesar de las transiciones en el relacionamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética –desde un escalamiento de hostilidades hasta una contención, para luego registrar nuevas tensiones y una ulterior aproximación. Cabe precisar, sin embargo, que dicho sistema no logró prevenir la aparición de las llamadas “guerras proxy” o guerras por delegación, definidas como conflictos armados entre dos o más partes beligerantes, en los que al menos una de ellas era respaldada por una potencia mayor.

Ejemplos de estos conflictos son la Guerra de Corea de 1950-1953, la Revolución Húngara de 1956; la Crisis de Suez de ese mismo año; la Guerra de Vietnam de 1964-1975; la invasión del Pacto de Varsovia a Checoslovaquia para sofocar la Primavera de Praga, en 1968; entre otros. Cabe resaltar también la competencia de Estados Unidos y la Unión Soviética por expandir su influencia en regiones como América Latina, Medio Oriente, así como en los Estados descolonizados de África, Asia y Oceanía.

Los primeros años de la década de 1980 se caracterizaron por una mayor presión por parte de Estados Unidos para disminuir la influencia de la Unión Soviética a nivel global, a partir de la aplicación de lo que se denominó la Doctrina Reagan. En la segunda mitad de esa década, se presenciaron reformas sustantivas internas en la Unión Soviética, las mismas que tuvieron el objetivo de reestructurar su economía (perestroika), así como establecer una mayor apertura política y transparencia en el Estado (glasnost).

Eventos transformadores marcaron el fin de la Guerra Fría y el surgimiento de una nueva etapa para el orden liberal internacional. La secuencia de hitos inició con la ola de revoluciones de 1989 en los regímenes socialistas de Europa del Este. Países como Hungría, Polonia, Rumania, Bulgaria y Checoslovaquia fueron testigos de movimientos populares que exigían reformas políticas y sociales, lo que eventualmente llevó al colapso de sus gobiernos. Otro momento emblemático de este proceso fue la caída del Muro de Berlín a finales de 1989.

Asimismo, en 1991, se produjo la disolución tanto del Consejo de Asistencia Económica Mutua (Comecon) –la organización económica de los países socialistas– como del Pacto de Varsovia, lo que marcó el fin de las estructuras del bloque comunista en Europa del Este. Estos acontecimientos preludiaron el colapso mismo de la Unión Soviética en diciembre de 1991, con la división del país en quince Estados soberanos, incluida Rusia, lo que marcó el comienzo de un nuevo orden mundial.

 

3. EXPANSIÓN Y HEGEMONÍA DEL ORDEN LIBERAL INTERNACIONAL

El final de la Guerra Fría, acaecido sin un conflicto mayor entre las potencias, marcó el inicio de un “momento unipolar”, en el que Estados Unidos se consolidó como el hegemón del sistema. El “orden liberal internacional” permanecía firme e intacto sin un esquema que lo rivalice en el ámbito geopolítico o ideológico. La política exterior de Estados Unidos se enfocó en expandir este orden y consolidarlo a través de la ampliación de las instituciones que se habían conformado durante la Guerra Fría. Todo ello era parte de un proyecto destinado a construir un “nuevo orden mundial” junto con el apoyo de las democracias liberales en Europa y Asia Oriental.

El referido proyecto político fue anunciado por primera vez por el presidente George H. W. Bush en septiembre de 1990, en el contexto de la conformación de una coalición internacional para responder la invasión de Irak en Kuwait. El mandatario consideraba que la crisis en el Golfo Pérsico, a pesar de su gravedad, ofrecía una oportunidad para avanzar hacia un período histórico de cooperación. “De estos tiempos turbulentos puede surgir un nuevo orden mundial: una nueva era, libre de la amenaza del terror, más sólida en la búsqueda de la justicia y más segura en la búsqueda de la paz”, afirmaba el presidente estadounidense. En este sentido, identificaba el momento como una era en la cual “las naciones del mundo, del Este y del Oeste, del Norte y del Sur”, podían “prosperar y vivir en armonía” (G. H.W. Bush, 1990). Asimismo, en enero de 1991, en su discurso anual del Estado de la Unión, destacó que lo que estaba en juego era una “gran idea”, “un nuevo orden mundial donde diversas naciones se unen en una causa común para alcanzar las aspiraciones universales de la humanidad: paz y seguridad, libertad y Estado de derecho” (G. H.W. Bush, 1991).

La consolidación de un orden liberal internacional que se expandía a nivel global estuvo relacionada desde el inicio con las principales teorías liberales de la paz: el institucionalismo liberal, la teoría de la interdependencia económica y la teoría de la paz democrática (Mearsheimer, 2019). De esta visión de construcción de un mundo más pacífico se derivaron tres tareas principales que determinaron la acción externa estadounidense: la ampliación de la membresía en las instituciones que conformaban el orden occidental, así como la construcción de nuevas instituciones cuando fuera necesario; la creación de una economía internacional hiper-globalizada, abierta e inclusiva, que maximizara el libre comercio y fomentara mercados de capitales sin trabas; y la difusión de la democracia liberal en todo el mundo (Mearsheimer, 2019).

Procesos que caracterizaron esta dinámica fueron la expansión de la OTAN hacia Europa Oriental –a partir de 1999–, además de la transformación de las Naciones Unidas, Fondo Monetario Internacional (FMI) y Banco Mundial. También podemos mencionar a la apertura de la Unión Europea a nuevos miembros –con el Tratado de Maastricht de 1992 y la adopción del euro en 1999– y la creación de la Organización Mundial del Comercio (OMC) –en 1995– sobre las bases del GATT. Otros hechos relevantes fueron la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), que entró en vigor en 1994, y el desarrollo del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC), a partir de 1989.

Se estimaba que con la consolidación de democracias sólidas a nivel mundial y una mayor cooperación entre ellas sería más difícil que surgieran conflictos entre los Estados. En esta aspiración hacia una nueva comunidad global de paz era crucial la integración de Rusia y China en tanto actores con mayor poder en el sistema después de Estados Unidos. El objetivo era promover su membresía en la mayor cantidad de instituciones posible, con la finalidad de vincularlas a un modelo económico abierto y ayudarlas a una transición hacia una democracia liberal como forma de gobierno. Cabe resaltar el ingreso de Rusia al FMI y al Banco Mundial en 1992 y la incorporación dicho país al G-7 para crear un nuevo G-8, en 1997.

Los acontecimientos en Medio Oriente presentaron distintas características, pero incluso se estimaba que esa región se integraría lentamente al orden internacional liberal. En septiembre de 1993, Israel y la Organización para la Liberación de Palestina firmaron los Acuerdos de Oslo, lo que generó esperanzas de una solución pacífica al conflicto para fines de la década.

En 1997, en el discurso inaugural de su presidencia, Bill Clinton resaltó que Estados Unidos se erigía como “la nación indispensable del mundo”, una afirmación sustentada en las amplias capacidades de Estados Unidos, así como sus ideas y legado institucional para respaldar el orden global. La percepción fue compartida por las siguientes dos administraciones en la Casa Blanca.

China, por su parte, se convirtió en un “socio estratégico” de Washington hacia finales del siglo. En octubre de 2000, se firmó la Ley de Relaciones Estados Unidos-China, que estableció una permanente relación comercial entre ambos países y allanó el camino para que el país asiático se incorporara a la OMC en 2001. Durante el período entre 1980 y 2004, el intercambio comercial entre Estados Unidos y China experimentó un significativo aumento: de USD 5 mil millones, se multiplicó hasta alcanzar USD 231 mil millones (CFR, 2023).

En el ámbito de la seguridad, incluso la expansión de la OTAN se percibía como un acto de carácter liberal. El objetivo era integrar en la “comunidad de seguridad” que se había desarrollado en Europa Occidental durante la Guerra Fría a los países de Europa Oriental y, posiblemente en el futuro, también a Rusia. Según Mearsheimer (2019), no hay evidencia de que los principales impulsores de esta expansión, los presidentes estadounidenses Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama, hayan considerado que Rusia pudiera invadir a sus vecinos y, por ende, necesitara ser contenida, o que creyeran que los líderes rusos tuvieran razones legítimas para temer la ampliación de la OTAN. En 1999, se admite en este bloque a la República Checa, Hungría y Polonia; mientras que Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Rumanía, Eslovaquia y Eslovenia se incorporaron en 2004 (NATO, 2022)[10].

En la última década del siglo XX, se había difundido un modelo democrático de gobierno a nivel mundial. Según Freedom House, el 36% de los países del mundo eran democracias en 1989. Esa cifra aumentó al 45% en 2000 y luego al 47% en 2008, año en que alcanzó su punto más alto. En el aspecto económico, es importante resaltar que, entre 1992 y 2008, las exportaciones globales crecieron a cerca del 10% anual en términos nominales, en lo que se llamó un período de “hiperglobalización”. La participación de las exportaciones en las economías nacionales aumentó de menos del 20% a más del 30% en poco más de 15 años (Subramanian et. al, 2023).

En el ámbito de seguridad, Sudáfrica abandonó su programa de armas nucleares en 1989, mientras que, entre 1992 y 1994, Bielorrusia, Kazajistán y Ucrania renunciaron a los arsenales nucleares que habían heredado de la Unión Soviética y se unieron al Tratado de No Proliferación (TNP). No obstante, la década de 1990 no estuvo exenta de conflictos regionales en diferentes partes del mundo, como los ocurridos en Somalia (1993), Haití (1994-1995), Ruanda (1994), Congo (1996-1997/1998-2003) y Kosovo (1998-1999). Además, en el contexto del Gran Medio Oriente, Afganistán se convirtió en un foco de creciente peligro debido al fortalecimiento de Al-Qaeda en su territorio.

 

4. LA CRISIS DEL ORDEN LIBERAL INTERNACIONAL

La expansión del “internacionalismo liberal” a escala mundial dio paso a un momento de triunfo de las democracias liberales occidentales, apoyado en un proceso de aceleración de la globalización que multiplicó las redes comerciales y la interdependencia. Por esos años, un sector académico proclamaba el “fin de la historia” (Fukuyama, 1989, 1992), que no era más que la constatación del surgimiento de la democracia liberal como la forma final de gobierno, además del término de la llamada evolución ideológica.

Sin embargo, en los primeros años del presente siglo comenzaron a surgir las primeras dudas respecto a la capacidad de Estados Unidos de definir por sí mismo el sistema internacional. Autores como Samuel Huntington (1999) identificaban un orden mundial híbrido uni-multipolar con una superpotencia y varios grandes poderes. El enfoque planteaba a Estados Unidos como el único actor con preeminencia en todos los ámbitos de poder –económico, militar, diplomático, ideológico, tecnológico y cultural– con el alcance y las capacidades para promover sus intereses en prácticamente todas partes del mundo. Sin embargo, para resolver los problemas internacionales, el hegemón requería siempre del concurso de otros poderes regionales, que se encontraban en un segundo nivel. Dichas potencias eran preeminentes en áreas específicas, pero sin poder extender sus intereses y capacidades a nivel mundial: el co-dominio franco-alemán en Europa, Rusia en Eurasia, China y potencialmente Japón en Asia Oriental, India en Asia Meridional, Irán en Asia Sudoccidental, Brasil en América Latina, así como Sudáfrica y Nigeria en el continente africano[11].

Según Kissinger (2014), existen dos tendencias que tarde o temprano desafían la cohesión del sistema: una redefinición de la legitimidad y un cambio significativo en el equilibrio de poder. Es precisamente esta primera razón, la redefinición de la legitimidad que sustenta el esquema de relacionamiento entre las potencias, por la que algunos autores identifican la guerra en Irak como un evento que generó las primeras “grietas” en el orden liberal internacional.

La respuesta a los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 (11-S) marcaron el inicio de una nueva política exterior para Estados Unidos guiada por un enfoque neoconservador. El objetivo de esta estrategia era prevalecer en una “guerra global contra el terrorismo”, que no solo implicaba derrotar a Al Qaeda en Afganistán, sino también enfrentar a Irán, Irak y Siria[12]. La administración de George W. Bush asumía que los regímenes de estos países estaban vinculados a organizaciones terroristas y tenían la intención de adquirir armas nucleares.

De esta manera, en octubre de 2001, con el objetivo de desmantelar a Al Qaeda y negarle una base segura de operaciones, Estados Unidos inició una campaña militar en Afganistán con el apoyo de sus aliados, principalmente, Reino Unido. En solo dos meses y diez días se logró derrocar a los talibanes del poder y se abrió el camino a un régimen pro-occidental en dicho país.

La invasión de Irak en 2003 se planificó también como una guerra para derrocar rápidamente al régimen de Saddam Hussein, de quien se argumentaba que poseía armas de destrucción masiva y representaba una amenaza para los países vecinos del Medio Oriente. Sin embargo, cuando se demostró que la información sobre estas armas era falsa[13], la guerra perdió el respaldo público a nivel internacional y se propagó un fuerte sentimiento anti estadounidense[14]. El propio secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, declaró que la guerra liderada por Estados Unidos contra Irak era ilegal, pues no estaba autorizada por el Consejo de Seguridad de la ONU ni de acuerdo con la carta fundacional de la Organización (MacAskill y Borger, 2004).

Como lo afirma Brands (2023), el derrocamiento del régimen de Saddam Hussein en Irak dio también paso a una guerra civil con costos humanos y económicos enormes. Entre 2003 y 2011, se registró la muerte de entre 100.000 y 400.000 iraquíes, además de 4.000 militares estadounidenses. De igual manera, se contabilizaron alrededor de 31.000 heridos entre las tropas de Estados Unidos.

La acción militar en Irak constituyó una demostración del extraordinario poder estadounidense y de sus aliados. Esta “guerra contra el terrorismo” determinó, además, en alrededor de 78% del gasto militar de Estados Unidos. destinarla cifra pasó a registrar USD 557.000 millones en este rubro en 2007, en comparación a los USD 313.000 millones que destinaba en 2001 (Banco Mundial, 2024a). Esto, sin embargo, no fortaleció la posición de la superpotencia en el sistema, sino que debilitó su influencia geopolítica (Brands, 2023). Por estas razones, autores como Stefan Halper y Jonathan Clarke (2004) no dudan en afirmar que, bajo la influencia neoconservadora, Estados Unidos perdió su legitimidad y se sumió en una profunda crisis moral frente al resto del mundo. Esto no solo derivó en un “aislamiento voluntario” de la superpotencia, sino que generó aún más inestabilidad en Medio Oriente.

La legitimidad del sistema fue también cuestionada con otro evento crucial durante la primera década del presente siglo: la crisis económica mundial de 2008, que para autores como Roger C. Altman (2009) se configuró como el mayor retroceso geopolítico para Estados Unidos y Europa[15]. Desde esta perspectiva, la crisis significó una pérdida sustantiva de poder de la superpotencia y sus aliados de Occidente en un sistema internacional en transición, que se caracterizaba por el cuestionamiento del modelo neoliberal y de libre mercado, además de un dramático desplazamiento del centro de gravedad de la economía mundial hacia las potencias emergentes, sobre todo, China. Incluso, algunos académicos anunciaban el inicio de una mayor distribución del poder en el orden mundial y consideraban como ejemplo de ello el reemplazo del G-7 por el G-20 –que incluye a países emergentes como Brasil, China e India– para afrontar la crisis global y coordinar un programa de estímulo económico (Birdsall y Fukuyama, 2011).

Con la crisis de 2008, Estados Unidos perdió aún más su capacidad de regular el sistema. El presidente estadounidense Barack Obama reconocía que su país no podía controlar cada evento en el contexto internacional, sin embargo, resaltaba que Estados Unidos seguía siendo “la única nación indispensable en los asuntos internacionales” (Obama, 2012).

En la etapa inmediatamente posterior a la crisis, autores como Gideon Rachman (2011) pronosticaban “un mundo de suma cero”, constituido desde una lógica de competencia, en contraste con el planteamiento de “ganar-ganar” que pregonaba la globalización en un orden liberal internacional. Desde la perspectiva de Rachman, este nuevo mundo se caracterizaría por una creciente rivalidad entre Estados Unidos y China.

En el Gran Medio Oriente, el colapso de Irak como Estado creó las condiciones que llevaron al surgimiento y ascenso de grupos terroristas, además de frenar el impulso de reforma política en los países vecinos. El equilibrio regional también cambió. El conflicto de Irak permitió una concentración mayor de poder de Irán en detrimento de las potencias árabes (Rand, 2010). El caos después de la guerra de Irak abrió nuevas oportunidades para Rusia y China en esta región. Estos países buscaron complementar la seguridad liderada por Estados Unidos, lo que fue recibido con beneplácito por algunos gobiernos árabes, en tanto funcionaba como un contrapeso al dominio estadounidense.

Mientras tanto, en Afganistán, el conflicto se prolongó y posibilitó el resurgimiento de los talibanes contra el gobierno apoyado por Estados Unidos en Kabul. En lo que respecta al conflicto entre Israel y Palestina, el proceso de paz de Oslo fracasó, debido a la falta de claridad en el resultado final, el desequilibrio de poder entre ambas partes, las limitaciones políticas internas en Israel para el cumplimiento de los compromisos, y la mediación ineficaz que no logró crear un mecanismo para hacer efectivo el seguimiento a los acuerdos (Miller, 2023). Además, la búsqueda de un cambio de régimen en Libia y Siria terminó precipitando cruentas guerras civiles en ambos países, lo que contribuyó, junto con los conflictos antes descritos, en el fortalecimiento y diseminación de grupos terroristas como el Estado Islámico de Irak y el Levante. Se debe considerar también en este contexto al inicio del conflicto en Yemen en 2014, que se convirtió en escenario de una guerra proxy entre Irán y Arabia Saudita, en una lucha de poder regional a lo largo de la más amplia división entre suníes y chiíes.

El proyecto europeo, una vez símbolo de integración en el orden liberal internacional, enfrentó una serie de desafíos en las primeras dos décadas del siglo actual. Estos contratiempos van desde el rechazo, en 2005, por parte de ciudadanos franceses y holandeses al proyecto de Constitución Europea, hasta la crisis del euro, entre 2009 y 2016. A ello se puede añadir el surgimiento de “nuevos autoritarismos” en países como Hungría, Polonia y Turquía, además del referéndum en el Reino Unido, en 2016, que culminó con la aprobación del Brexit para la salida de dicho Estado de la Unión Europea, un proceso que se completó en 2020.

Otro evento mayor en este período fue la anexión de Crimea por parte de Rusia y la guerra civil iniciada en 2014 en la región del Donbás, en el este de Ucrania, entre el gobierno ucraniano y fuerzas secesionistas prorrusas. Esto fue el preludio de la invasión a gran escala que finalmente condujo el régimen de Vladimir Putin en febrero de 2022, con lo cual se configuró un desafío a la norma que proscribe la conquista territorial a través del uso de la fuerza, base sustantiva del orden liberal internacional.

De igual manera, entre 2017 y 2020, Estados Unidos mantuvo una política exterior contraria a los principios del internacionalismo liberal. Lejos de respaldar el orden liberal establecido desde 1945, la administración del presidente Donald Trump se inclinó por considerar al sistema internacional como un juego de “suma cero”. Aunque la preferencia por la competencia sobre la cooperación no significó un abandono completo del papel de seguridad global de Estados Unidos, su enfoque transaccional y unilateral socavó el multilateralismo (Brattberg y Kimmage, 2018).

Ejemplos de esta perspectiva en la política exterior de Estados Unidos incluyen su retiro de acuerdos, organizaciones y mecanismos relacionados con el control de armas nucleares, cambio climático, derechos humanos, migración, salud y relaciones diplomáticas. Podemos listar entre ellos al Plan de Acción Integral Conjunto (JCPOA) –con el P5+1 e Irán–; el Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio; el Tratado de Cielos Abiertos; el Tratado de Amistad, Relaciones Económicas y Derechos Consulares con Irán; el Acuerdo de París; la Constitución de la Organización Mundial de la Salud (OMS); el Protocolo Facultativo de la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas; la Constitución de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO); y el Consejo de Derechos Humanos de la ONU (UNHRC). Es preciso mencionar también la suspensión de donaciones voluntarias para la Agencia de Obras y Socorro de las Naciones Unidas (UNRWA), así como el retiro de procesos no vinculantes como el Pacto Global para una Migración Segura, Ordenada y Regular, y el Pacto Global sobre Refugiados (Hathaway, 2020).

Es importante destacar también la adopción de políticas económicas más unilaterales y proteccionistas en contraposición al sistema global tradicional, además de la intensificación de la competencia con China. El gobierno estadounidense justificó una creciente guerra comercial con la potencia asiática indicando que era su respuesta a una serie de prácticas económicas que calificaba de “abusivas”: robo de propiedad intelectual, manipulación de divisas, subsidios a la exportación y espionaje económico. Según esta perspectiva, las medidas adoptadas buscaban proteger a los trabajadores estadounidenses y reducir el considerable déficit comercial bilateral que afectaba a Estados Unidos.

La confrontación, sin embargo, no solo se evidenció en el campo económico, sino que también fue evidente en el ámbito de seguridad, sobre todo, en el Mar del Sur de China. En esta región, la potencia asiática se encontraba envuelta en disputas con Brunei, Indonesia, Malasia, Filipinas, Taiwán y Vietnam. Cabe indicar que, durante décadas, Estados Unidos mantuvo una política de no intervención en estas disputas de China, pero la creciente agresividad de dicha potencia había determinado una postura más firme por parte de la administración Obama. La estrategia, empero, no logró disuadir al gigante asiático, que continuó expandiendo su presencia militar en el archipiélago Spratly, incluso mediante la construcción de islas artificiales. Cuando Trump asumió la presidencia, detuvo inicialmente las acciones militares en la región, pero luego adoptó una posición más dura, a través del aumento de patrullas navales. En 2020, Estados Unidos abandonó su política de no intervención en la región y rechazó formalmente las reclamaciones marítimas chinas (Chang, 2020).

Otro desafío notable en el sistema hacia el final de la segunda década de este siglo fue, sin duda, la pandemia del COVID-19, que exacerbó la incertidumbre global en la economía, la misma que se vio agravada por la inflación, las interrupciones en las cadenas de suministro y la vulnerabilidad financiera. El impacto de la pandemia se manifestó en varias oleadas, cada una con distribuciones regionales únicas, además de niveles de mortalidad y factores desencadenantes distintivos.

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la mortalidad global en exceso asociada con la pandemia ascendió a 14.91 millones de víctimas durante 2020 y 2021, lo que representa 9.49 millones más de muertes que las reportadas directamente como atribuibles al COVID-19 a nivel mundial (WHO, 2020). Veinte países, entre los que se incluye a Estados Unidos, y que abarcan aproximadamente el 50% de la población mundial, fueron responsables de más del 80% de la mortalidad global en exceso estimada entre enero de 2020 a diciembre de 2021[16].

El impacto económico de la pandemia fue altamente desigual entre los países y al interior de ellos. Como resultado del COVID-19, alrededor de 100 millones de personas adicionales pasaron a vivir en pobreza en el mundo y, en 2020, la pobreza extrema global aumentó por primera vez en más de 20 años[17].

Asimismo, se calcula que los efectos para algunas economías, especialmente las emergentes, serán prolongados debido a tres factores clave: el impacto de la deuda y la necesidad de cooperación global para ampliar los recursos financieros; las repercusiones del ciclo de precios de los productos básicos en economías dependientes de sus exportaciones; y el efecto de la pandemia en las pérdidas de capital humano, con repercusiones que podrían ser intergeneracionales (Banco Mundial, 2022b).

Como lo afirma Zakaria (2020), la pandemia del COVID-19 reveló que “en última instancia, los países están solos”. En este sentido, el autor destaca que, cuando la pandemia se diseminó sin control, las naciones que durante mucho tiempo habían cooperado, como las europeas, no dudaron en cerrar sus fronteras y centrarse en su propia supervivencia.

 

5. NUEVO ORDEN INTERNACIONAL Y EL PODER ESTADOUNIDENSE

En un intento por comprender las causas de la crisis del orden liberal internacional, Mearsheimer (2020) destaca que éste se encontraba condenado al fracaso desde su concepción, por contener tres errores de origen: a) el intento de intervenir en la política de los países para convertirlos en democracias liberales –lo que era extremadamente difícil a escala global y que encontró oposición significativa por parte de las otras potencias, sobre la base de un espíritu nacionalista; b) los problemas de soberanía e identidad nacional generados, especialmente, cuando los esfuerzos de cambio de régimen fallaron y causaron flujos masivos de refugiados; y c) la hiperglobalización, que determinó costos económicos significativos, como la pérdida de empleos y la desigualdad de ingresos, lo que a su vez debilitó aún más el orden liberal.

Ikenberry (2020, pp. 257-258) resalta que la expansión del orden liberal internacional al término de la Guerra Fría desencadenó dos cambios cruciales en este mismo orden. Por un lado, trastocó sus cimientos políticos al integrar nuevos Estados con diversas ideologías al sistema, lo que generó una “crisis de autoridad” que persiste hasta hoy. De otro lado, la globalización del orden liberal debilitó su capacidad de funcionamiento como una “comunidad de seguridad”, una dinámica que había sido efectiva cuando se trataba de un esquema acotado. Ikenberry afirma, por tanto, que el orden liberal sufrió una “crisis de éxito”, en el sentido de que los problemas se originaron en su expansión. El autor concluye que los efectos de la rápida globalización del capitalismo, de la sociedad de mercado y de la interdependencia superaron los fundamentos políticos del orden liberal.

Otro factor fundamental en este análisis es la hiper-globalización, término que describe a la economía internacional altamente integrada y dinámica que se generó a partir de los primeros años del presente siglo y que alcanzó sus niveles máximos antes de la crisis mundial de 2008. Para Dani Rodrik (2022), este esquema económico a nivel global presentaba diversas contradicciones internas, como tensiones entre los principios de la especialización y la diversificación productiva, conflictos entre políticas intervencionistas y principios liberales de diversos Estados en el comercio mundial, una erosión de la responsabilidad gubernamental respecto al manejo económico frente a la población –al interior de cada país–, así como el surgimiento de una lógica de suma cero en materia de seguridad internacional.

Desde la perspectiva de algunos autores, la hiper-globalización generó una serie de descontentos en el ámbito económico y llevó a una creciente insatisfacción con el orden internacional liberal. Esto, a su vez, alimentó la ascensión de líderes que abogaban por políticas proteccionistas y nacionalistas, socavando aún más el sistema existente y exacerbando las tensiones sociales en todo el mundo.

La hiper-globalización, por tanto, creó una sensación de incertidumbre entre los ciudadanos de diversos países, alimentada por la inseguridad laboral y la falta de políticas gubernamentales efectivas para abordar los excesos de una “globalización descontrolada”. Contrario a lo que había logrado el consenso de Bretton Woods respecto al establecimiento de límites a los flujos de capital y la posibilidad de implementar políticas proteccionistas cuando era necesario, la hiper-globalización habría revertido este sistema, dejando a los gobiernos con pocas herramientas para proteger a sus ciudadanos[18].

Para autores como Trubowitz y Burgoon (2023) la acelerada generación de nuevos mercados e instituciones en el orden liberal internacional de la Posguerra Fría contrastó con un lento avance en los compromisos asumidos por los gobiernos occidentales respecto a las inversiones en materia de protección y asistencia social, lo que derivó en un crecimiento de la inseguridad económica y la desigualdad. Los autores identifican, al respecto, tres procesos políticos interrelacionados al interior de los Estados que abonaron en la crisis del sistema: a) el distanciamiento de los gobiernos de las políticas exteriores y los acuerdos sociales que definieron y respaldaron el internacionalismo liberal durante la prolongada contienda Este-Oeste; b) la constante disminución del respaldo público a la apertura internacional y la cooperación institucionalizada en las democracias occidentales desde el fin de la Guerra Fría; y c) la consiguiente fragmentación de los fundamentos internos del orden liberal en los sistemas de partidos políticos occidentales.

A estas tendencias de cambio en la legitimidad del orden mundial, sobre todo, en sus instituciones y normas, debemos agregar una modificación sustantiva en el equilibrio de poder con el vertiginoso surgimiento de China. La potencia asiática, al adquirir de manera acelerada un mayor poder en diversos ámbitos, se ha logrado posicionar como un actor en el sistema con la capacidad de rivalizar con Estados Unidos.

China ha logrado establecer lazos económicos significativos con países en los cinco continentes, además de construir una extensa red de cadenas de suministro, infraestructura y rutas de tránsito a nivel mundial. Esto le ha permitido registrar un crecimiento acelerado en su economía. Al respecto, mientras que en 1980 el Producto Bruto Interno (PBI) chino se calculaba en unos USD 306 miles de millones, para 2022 la cifra alcanzó los 17.96 billones (Banco Mundial, 2024b). De 2000 a 2019, China creció a un promedio de 9% anual y se calcula que, para cada período de dos años desde 2008, el crecimiento del PBI chino ha sido mayor que la economía entera de India (Allison, 2017).

En la última década, el país asiático fue la principal fuente de crecimiento de la economía global y se convirtió en la primera potencia comercial mundial en términos de bienes. China ostenta en la actualidad el título de mayor fabricante mundial y de segundo principal importador, además de poseer las más grandes reservas de divisas extranjeras a nivel global. Asimismo, encabeza la industria de la construcción naval y lidera la producción de paneles solares y turbinas eólicas. Es, además, el mercado más grande del mundo para automóviles, computadoras y teléfonos inteligentes (Zakaria, 2020).

Cabe resaltar también la iniciativa china de la Franja y la Ruta, un ambicioso proyecto de infraestructura concebido por el presidente Xi Jinping en 2013 con la finalidad de conectar Asia Oriental y Europa. En la última década, este programa se expandió a África, Oceanía y América Latina, con lo cual aumentó la influencia económica y política de la potencia asiática. Estados Unidos, bajo la administración del presidente Joe Biden, ha tenido dificultades para presentar una alternativa más atractiva a los países que participan en la iniciativa china (McBride et. al., 2023).

A este panorama se suma un notable aumento de las capacidades militares de China. Según el Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo (SIPRI, por sus siglas en inglés), la potencia asiática pasó de destinar USD 22.2 mil millones al gasto militar en 2000 a USD 292.0 mil millones en 2022 (SIPRI, 2024). Con una estrategia militar basada en el concepto de “defensa activa”, China pone el énfasis en fortalecer al Ejército Popular de Liberación (EPL) para convertirlo en una fuerza militar de clase mundial para 2049, como parte integral de su visión de convertirse en un gran país socialista moderno (US Department of Defense, 2023). Asimismo, mantiene una política de defensa centrada en proteger su soberanía, seguridad e intereses de desarrollo, al tiempo que busca desempeñar un papel más prominente en el escenario global.

En la actualidad, China posee la flota más grande del mundo, con más de 370 buques y submarinos, incluyendo alrededor de 140 combatientes superficiales. En 2022, lanzó su tercer portaaviones, el CV-18 Fujian. Además, la aviación china se ha acercado rápidamente a las capacidades de las fuerzas aéreas occidentales mediante la modernización continua de aeronaves, además de la producción de sistemas no tripulados. De igual manera, en octubre de 2019, China presentó su primer bombardero aire-aire con capacidad nuclear y de repostaje en vuelo, el H-6N. El Departamento de Defensa de los Estados Unidos estima también que China poseía más de 500 ojivas nucleares operativas en mayo de 2023, y calcula que tendrá más de 1000 para 2030 (US Department of Defense, 2023).

A estas consideraciones se suman una decidida inversión del gobierno chino en sus capacidades tecnológicas y una política exterior ambiciosa bajo el régimen de Xi Jinping. Por estas razones, autores como Graham Allison (2017, p. 109) identifican los siguientes objetivos hacia los cuales Beijing estaría dirigiendo sus esfuerzos: a) devolver a China la predominancia en Asia que disfrutaba antes de lo que considera la “intrusión occidental”; b) restablecer el control sobre los territorios de la “Gran China”, que incluyen no solo Xinjiang y Tíbet en el continente, sino también Hong Kong y Taiwán; c) recuperar su esfera de influencia histórica a lo largo de sus fronteras y en los mares adyacentes, y d) exigir el respeto de otras grandes potencias en los consejos del mundo.

 

6. HACIA LA REDEFINICIÓN DEL ORDEN MUNDIAL

No existe en la actualidad consenso respecto a cuál es la distribución de poder que define al sistema internacional. Autores como Zakaria (2020) resaltan que asistimos a una transición hacia un mundo bipolar, mientras que Mearsheimer (2019) afirma que nos encontramos actualmente en un mundo multipolar, con Rusia como tercera gran potencia, pero en un nivel inferior de poder que el de Estados Unidos y China. Aquí cabe resaltar que tanto el conflicto en Ucrania como la guerra comercial entre Estados Unidos y China han afianzado los lazos entre Moscú y Beijing. Esto, a pesar de que el crecimiento del poder chino representa una amenaza para Rusia dada su proximidad geográfica y una suerte de inconsistencia con la historia. Autores como Kissinger (2023) señalan, por ejemplo, que China y Rusia “no son aliados naturales”, pues “no se encuentra en la historia rusa ni en la historia china ningún líder que haya abogado por basar su política en alianzas mutuas, a pesar de todas las convulsiones que ambos han experimentado”.

La alineación de China con Rusia no es solo una cuestión de realpolitik que obedece al desbalance de poder de cada potencia frente a Estados Unidos. Beijing y Moscú se ven, además, mutuamente como socios en el proyecto más amplio de construir un nuevo orden global alineado a sus intereses. En este sentido, ambas potencias apuntan hacia la definición de un sistema con mayor distribución de poder (Kim, 2023).

Sobre la base de estos cambios sustantivos, algunos autores describen el contexto internacional como un sistema en transición, donde persisten elementos de la globalización y un orden liberal internacional, pero en el que aún no se han definido claramente los contornos de la estructura hegemónica que los sucederá (Sanahuja, 2022). Otros estudios conceptualizan este tiempo como un período de “interregno”, en el cual se cuestionan pilares como las instituciones de gobernanza global, la apertura económica, el comercio multilateral, la cooperación en seguridad y la solidaridad democrática (Babic, 2020). Desde esta perspectiva, la invasión de Rusia en Ucrania y la agudización del conflicto en la franja de Gaza, podrían configurarse como “guerras de interregno”, por su desarrollo imprevisto y la incertidumbre que rodea su evolución y desenlace, así como sus consecuencias en el sistema de seguridad.

Basados en las diferentes orientaciones de política exterior de las potencias y, principalmente, las alternativas de acción externa de Estados Unidos en los próximos años, autores como Grieco, Ikenberry y Mastanduno (2022) presentan seis posibles modelos de configuración del sistema: a) un mundo de competencia geo-económica, en el que la característica central será el desarrollo de bloques competitivos, con grupos de Estados organizados en torno a las economías y monedas de las principales potencias; b) un retorno a un sistema de equilibrio multipolar, con las capacidades militares como la principal fuente de influencia internacional; c) un retorno a la bipolaridad, con Estados Unidos y China como grandes competidores; d) una paz democrática, basada en la premisa de que la democracia seguirá difundiéndose y se consolidará una ausencia de guerras entre las democracias; e) un choque de civilizaciones, basado en la idea de que el conflicto no se desarrollará entre Estados, sino entre grupos que trascenderán las fronteras territoriales de éstos y se unirán sobre la base de sus similitudes religiosas, culturales, étnicas y lingüísticas; y f) un mundo nacionalista, que estará menos integrado globalmente y en el que se fortalecerá la importancia de las fronteras, en detrimento de la cooperación e integración. La inclinación hacia uno u otro modelo dependerá de la acción externa en los próximos años de Estados Unidos y los principales actores del sistema, China y Rusia entre ellos, así como su disposición a consolidar o redefinir el orden internacional.

Cabe precisar que, incluso en el discurso oficial, Estados Unidos no duda en describir el momento actual como “los primeros años de una nueva era”, un tiempo de “cambio disruptivo” donde las grandes potencias son mucho más interdependientes que en cualquier momento de la Guerra Fría, pero que a la vez compiten fuertemente respecto al tipo de mundo que desean construir (Sullivan, 2024). Si bien la superpotencia se sigue identificando como el actor indispensable y más relevante en términos de poder, reconoce no ser más el hegemón que puede actuar sin el consentimiento de otros actores. Al respecto, es claro que su estatus e influencia son cada vez más desafiados por otros Estados que buscan sus propios intereses y agendas: Rusia en Europa, China y Corea del Norte en Asia Oriental, e Irán en el Medio Oriente (Grieco et al., 2022).

Sobre estas consideraciones, la administración del Presidente Biden ha diseñado y ejecutado una política exterior destinada a mantener sus ventajas fundamentales y las bases de su poder en la competencia geopolítica, así como a movilizar al mundo para abordar desafíos transnacionales, desde el cambio climático y la salud global hasta la seguridad alimentaria y el crecimiento económico inclusivo (Sullivan, 2023). Para ello, el gobierno estadounidense afirma que es fundamental medir el poder no solo en términos de la fortaleza y tamaño de sus capacidades de producción, sino también por el grado en que su economía genera beneficios para todos los ciudadanos, además de su potencial para evitar dependencias peligrosas. Desde esta perspectiva, la administración Biden resalta que el poder estadounidense descansa también en sus alianzas. No obstante, agrega que estas relaciones, muchas de las cuales se remontan a más de siete décadas, deben actualizarse y dinamizarse para los desafíos de hoy. Respecto al uso de su poder real, Washington reconoce que ya no puede permitirse un enfoque indisciplinado en el uso de la fuerza militar (Sullivan, 2023).

Ejemplos de esta nueva concepción de la política exterior estadounidense son la promulgación de las nuevas inversiones de mayor alcance en décadas, incluida la Ley bipartidista de Empleo e Inversión en Infraestructura, la Ley CHIPS y de Ciencia, así como la Ley de Reducción de la Inflación. Con ello, se busca promover nuevos avances en inteligencia artificial, computación cuántica, biotecnología, energía limpia y semiconductores, al tiempo que se intenta proteger la seguridad del comercio internacional y el acceso a materiales críticos, a través del fortalecimiento de las cadenas de suministro y la promoción de la relocalización de inversiones en países más cercanos o aliados, procesos que se califican como nearshoring o frienshoring, respectivamente. Asimismo, se han establecido iniciativas estratégicas como la Alianza para la Infraestructura Global del G-7, el Marco Económico del Indo-Pacífico, la Alianza para la Prosperidad Económica en las Américas, la Alianza para la Cooperación Atlántica, entre otros.

En lo que se refiere a las capacidades militares, cabe resaltar que el gasto militar de Estados Unidos registró en 2022 USD 877 miles de millones, lo que es más del doble de lo que destina China, con USD 292 miles de millones (Banco Mundial, 2024a). Si bien el gobierno estadounidense reconoce mantener un poder altamente superior a cualquiera de los actores del sistema, ha previsto destinar mayores recursos al fortalecimiento de sus fuerzas armadas. Al respecto, la administración Biden ha programado invertir desde su capacidad industrial de submarinos hasta la producción de municiones críticas para mantener la disuasión en regiones competitivas. Los recursos, asimismo, se han incrementado en el ámbito de la disuasión nuclear, aunque ello sin dejar de expresar su disposición a futuras negociaciones de control de armas.

Estados Unidos continúa siendo la primera potencia del sistema en varios aspectos, sobre todo, en aquellos que son fundamentales para la economía o para las capacidades de producción en el futuro. En el ámbito tecnológico, se destaca que nueve de las diez más valiosas compañías en el mundo son estadounidenses; que las diez compañías estadounidenses en materia de tecnología más valiosas presentan una capitalización en el mercado mayor a los mercados de valores combinados de Canadá, Francia, Alemania y Reino Unido; y que, en 2023, Estados Unidos atrajo USD 26 mil millones de capital emprendedor para la inteligencia artificial, lo que es seis veces más de lo que logró China (Zakaria, 2024). De igual manera, el dólar sigue siendo la moneda utilizada en casi el 90% de las transacciones internacionales. Ello, a pesar de que las reservas de dólares de los bancos centrales han disminuido en los últimos 20 años.

Junto con este fortalecimiento de capacidades, se han promovido alianzas en materia de seguridad y defensa. Destacan la movilización de una coalición global para destinar recursos y armamento a Ucrania, lo que ha sido determinante para el desarrollo del conflicto y la capacidad de las fuerzas ucranianas para frustrar el intento de Rusia de conducir una operación relámpago, así como para resistir la guerra de desgaste que se mantiene al Este del país, en la región del Donbás.

A pesar del incomparable poder relativo que aún mantiene Estados Unidos, algunos autores afirman que la restauración de un orden internacional con total dominio estadounidense es imposible, aunque las bases del orden liberal, aquellas que las dinámicas del poder de la superpotencia permitieron construir desde 1945, se erigen aún ante la ausencia de una alternativa al sistema (Zakaria, 2020, p. 223). En este sentido, se resalta que “mientras Estados Unidos no pierda la fe en su propio proyecto, el orden internacional actual podría prosperar durante décadas” (Zakaria, 2024, p. 54).

Los conflictos en Ucrania y en la franja de Gaza, así como la competencia con China, plantean situaciones críticas inmediatas para la definición de la política exterior de Estados Unidos. A ello se suma la necesidad de liderar una respuesta eficiente ante los nuevos desafíos que se presentan, como el cambio climático, las pandemias, la proliferación nuclear, y el desarrollo sin gobernanza de la inteligencia artificial. Todo esto configura un tiempo decisivo para el futuro del poder estadounidense y, por ende, para las instituciones del orden liberal internacional. En las posibilidades del ejercicio del poder de Estados Unidos durante los próximos años, en sus perspectivas para consolidar sus alianzas con la finalidad de enfrentar las amenazas actuales del siglo XXI, se evidenciarán los escenarios alternativos del orden liberal internacional o la certificación de su término.

 

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[1] El consenso en la legitimidad de las instituciones y normas en un orden no impide la competencia o el conflicto entre los actores internacionales. De igual manera, el balance de poder en sí mismo no asegura la paz, sin embargo, si se construye y se invoca de manera reflexiva, puede “limitar el alcance y la frecuencia de desafíos fundamentales, así como reducir sus posibilidades de éxito cuando se presentan” (Kissinger, 2014, p. 9).

[2] Como lo afirma Kissinger, lo que entendemos en la actualidad por el concepto de “orden internacional” surge a partir de la Paz de Westfalia, en 1648, que dio fin a la denominada Guerra de los Treinta Años en Europa. Este tratado, firmado por las potencias europeas de la época, estableció un mundo dividido en naciones-Estado, donde los principales actores acordaron respetar formalmente la soberanía en territorios específicos (Kissinger, 2014).

[3] Mearsheimer (2019, pp. 9-18) ofrece otras características y diferencias aplicables a los órdenes internacionales. Desde la perspectiva del autor, éstos se pueden clasificar en “realistas”, propios de sistemas bipolares o multipolares, así como “ideológicos” y “agnósticos”, relativos a una distribución del poder unilateral. En un orden realista, el objetivo es obtener poder a expensas de los adversarios y, si ello no es posible, la potencia debe asegurarse de que el equilibrio de poder no se incline en su contra. Las consideraciones ideológicas se subordinan a las consideraciones de seguridad e, incluso, es posible la cooperación entre las potencias.

Los órdenes ideológicos, como el liberalismo y el comunismo, buscan difundir sus valores a nivel global y construir el sistema internacional a su semejanza. En los órdenes agnósticos, el poder dominante sigue apuntando a regímenes que desafían su autoridad y continúa profundamente involucrado en la gestión de las instituciones que componen el orden internacional, sin embargo, es más tolerante y pragmático en sus tratos con otros países, y no busca universalizar su ideología.

Mearsheimer (2019, pp. 17-18) resalta, además, que cualquier orden internacional basado en ideologías universales como el liberalismo o el comunismo está condenado a ser breve debido a las dificultades que surgen cuando un único poder intenta remodelar el mundo a su imagen. El nacionalismo y la política de equilibrio de poder socavan estos intentos tanto en los países objetivo como en el país dominante y sus aliados. Esto puede llevar al abandono de la exportación de la ideología extranjera y al cambio del orden internacional de ideológico a agnóstico. Además, la emergencia de nuevas potencias podría terminar con la unipolaridad, dando lugar a sistemas bipolar o multipolar.

[4] Ikenberry (2019) identifica el inicio de los procesos de definición de un orden internacional en los años 1648, 1713, 1815, 1919, 1945 y 1989.

[5] La teoría clásica realista define la cualidad de potencia por las capacidades de un Estado en cuanto a recursos “tangibles” (cantidad y calidad de armamento, PIB, etc.) en relación a las capacidades de otro Estado. En este sentido, el objetivo de todo actor dentro de la sociedad internacional está encaminado a la adquisición de un mayor “poder relacional”, o “poder duro”, que le permita conseguir y defender sus intereses.

[6] En su obra A World Safe for Democracy (2020), John Ikenberry parte de la idea de que si bien el inicio del “orden liberal internacional” data de 1945, éste podría identificarse como parte de un proyecto mayor promovido por el llamado “liberalismo internacional”, concepto definido como un conjunto de convicciones sobre cómo las democracias liberales y el mundo en general deberían cooperar para organizar sus relaciones comunes. Para el autor, el “liberalismo internacional” surge en el período de la Ilustración, hace más de dos centurias, y la experiencia democrática liberal occidental, y se convirtió en un proyecto político en el siglo XX.

[7] Como ya hemos explicado anteriormente, autores como John Mearsheimer (2019, pp. 11-12) discrepan sobre el inicio de lo que podemos llamar “orden liberal internacional”. Para el autor, en la medida en que el concepto de “orden internacional” se aplica a todas las grandes potencias del sistema, solo se puede hablar de un “orden liberal internacional” a partir de 1991, luego de la caída de la Unión Soviética, cuando el sistema global se define como unipolar. Desde esta perspectiva, unicamente a partir de este momento el orden liberal abarca todo el sistema y se torna internacional. Según Mearsheimer, el esquema liberal anterior a 1991 es un orden “acotado” y no “internacional”. En un debate posterior con Mearsheimer, en la plataforma de la Escuela Naval de los Estados Unidos, Ikenberry argumenta la aplicación de la noción de “orden liberal internacional” desde el inicio del final de la Segunda Guerra Mundial, pero concede que el referido orden antes de 1991 podría describirse como un orden liberal internacional acotado (USNA, 2021).

[8] Asimismo, es importante resaltar el desarrollo del Consejo de Asistencia Económica Mutua (Comecon), creado en 1949 para facilitar el comercio entre la Unión Soviética y los Estados comunistas de Europa del Este.

[9] Las superpotencias negociaron otros acuerdos y tratados de seguridad menos significativos que también formaron parte del orden internacional de la Guerra Fría: Sistema del Tratado Antártico (1959), el Tratado de Prohibición Parcial de Ensayos (1963), la Línea Directa Moscú-Washington (1963), el Tratado del Espacio Ultraterrestre (1967), el Tratado de Control de Armas en el Lecho Marino (1971), el Acuerdo sobre Incidentes en el Mar entre Estados Unidos y la Unión Soviética (1972), la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa (1973), la Convención sobre Armas Biológicas (1975) y los Acuerdos de Helsinki (1975) (Mearsheimer, 2019, p. 19).

[10] No obstante ello, cabe precisar que sí se registró una clara oposición por parte de Rusia a la expansión de la OTAN hacia 2007, cuando se comenzó a avanzar en las conversaciones tendientes a incorporar a Georgia y Ucrania al bloque. Éste también fue un argumento invocado por Vladimir Putin para intentar justificar su invasión a Ucrania en 2022.

[11] Huntington (1999) también identificaba un tercer nivel donde se encontraban los poderes regionales secundarios cuyos intereses a menudo entraban en conflicto con los Estados regionales más poderosos: Gran Bretaña en relación con la combinación franco-alemana, Ucrania en relación con Rusia, Japón en relación con China, Corea del Sur en relación con Japón, Pakistán en relación con India, Arabia Saudita en relación con Irán y Argentina en relación con Brasil.

[12] Esta perspectiva neoconservadora presentaba las siguientes características y propuestas: a) análisis de los temas internacionales sobre la base de categorías morales absolutas; b) enfoque en el poder unipolar de los Estados Unidos, que consideraba a la fuerza militar como primera opción y no como la última de su política exterior; c) profesión de un “unilateralismo global” y un antagonismo instintivo en relación a los acuerdos internacionales; y d) establecimiento de su propia versión del legado de Reagan, de la ortodoxia republicana (Halper y Clarke, 2004).

[13] Según Stefan Halper y Jonathan Clarke (2004), en la invasión de Estados Unidos en Irak se ve reflejado claramente el proceso de creación de una realidad falsa, para lo cual fue imprescindible la manipulación de la información, de los medios de comunicación, de los temores surgidos a partir del 11-S, de la opinión académica, y de la retórica bíblica. En nombre de la “precaución” frente a la amenaza de armas biológicas y químicas, toda intervención armada fue justificada.

[14] En junio de 2007, el Pew Research Center publicó los resultados de una encuesta titulada “El malestar global con las mayores potencias mundiales”, realizada sobre un universo de 45.000 personas residentes en 47 países. Más de la mitad de los encuestados en 43 países apoyaban el retiro de las tropas de Irak, al igual que en la propia sociedad estadounidense, donde el 56% compartía esta opinión.

[15] Según la Comisión Investigadora de la Crisis Financiera del gobierno estadounidense, la crisis de 2008 tuvo su origen principalmente en una serie de fallos en la regulación y supervisión financiera, así como en graves deficiencias en la gestión del riesgo y la gobernanza corporativa en las principales instituciones crediticias. La combinación de préstamos excesivos, inversiones arriesgadas y falta de transparencia agravó la situación, al igual que la respuesta mal planificada del gobierno, que exacerbó la incertidumbre y el pánico en los mercados financieros. Asimismo, el colapso de los estándares de préstamos hipotecarios y el sistema de titulización de hipotecas jugaron un papel significativo en la crisis, al igual que los perpetrados por las agencias de calificación crediticia. Sus efectos negativos no solo se canalizaron en el sector financiero, sino también en el sector real, mediante una disminución del comercio internacional. Ello provocó una retroalimentación negativa entre la caída del consumo y la reducción de la inversión a nivel global.

[16] Estados Unidos, a pesar de contar con las mejores herramientas de prevención y detección temprana, así como un sistema de salud robusto, no fue capaz de generar una respuesta rápida para contener la pandemia al interior de su propio territorio. Tampoco logró liderar una acción coordinada e inmediata a nivel internacional. Un reporte de la revista The Lancet afirma que aproximadamente el 40% de las muertes por COVID-19 en Estados Unidos podrían haberse evitado. El documento precisa que algunas políticas adoptadas desde el Ejecutivo en lugar de movilizar a la población estadounidense para combatir la pandemia minimizó la amenaza y desalentó la acción mientras la infección se propagaba (The Lancet Commissions, 2021).

[17] La crisis económica afectó desproporcionadamente a grupos desfavorecidos. En 2020, en el 70% de los países, la incidencia del desempleo temporal fue mayor para los trabajadores que solo habían completado la educación primaria. Las pérdidas de ingresos fueron igualmente mayores entre los jóvenes, las mujeres, los trabajadores por cuenta propia y los trabajadores temporales con niveles más bajos de educación. Las empresas más pequeñas, los negocios informales y aquellos con acceso más limitado al mercado crediticio formal fueron más afectados por las pérdidas de ingresos derivadas de la pandemia (Banco Mundial, 2022a).

[18] Para Dani Rodrik (2022) los efectos de la pandemia del COVID-19 y de la guerra en Ucrania han relegado los mercados globales a un papel secundario y, en el mejor de los casos, de apoyo detrás de los objetivos nacionales, en particular, la salud pública y la seguridad nacional. Ello certifica el fin de la llamada hiperglobalización y deja como posibles trayectorias para la economía mundial desde una retirada hacia la autarquía hasta la perpetuación de guerras comerciales y sanciones económicas.